Domingo de Ramos – Ciclo A

13 de Abril de 2014
“¡Hosanna!… ¡Crucifícalo!”

I. La Palabra de Dios

Procesión de Ramos: Mt 21,1-11: “¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”

Cuando se acercaban a Jerusalén y llegaron a Betfagé, junto al monte de los Olivos, Jesús mandó dos discípulos, diciéndoles:

— «Vayan al poblado de enfrente; encontrarán enseguida una burra atada con su pollino, desátenlos y tráiganmelos. Si alguien les dice algo, contéstenle que el Señor los necesita y los devolverá pronto».

Esto ocurrió para que se cumpliese lo que dijo el profeta:

«Digan a la hija de Sión:
“Mira a tu rey, que viene a ti,
humilde, montado en un asno,
en un pollino, cría de un animal de carga”».

Fueron los discípulos e hicieron lo que les había mandado Jesús: trajeron la burra y el pollino, echaron encima sus mantos, y Jesús montó encima. La multitud extendió sus mantos por el camino, algunos cortaban ramas de árboles y alfombraban el camino. Y la gente que iba delante y detrás gritaba:

— «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!».

Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada:

— «¿Quién es éste?».

La gente que venía con Él decía:

— «Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea».

Is 50, 4-7: “Yo no me resistí, ni me hice atrás”

Mi Señor me ha dado una lengua de discípulo, para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me despierta el oído, para que escuche como los discípulos.

El Señor me abrió el oído. Y yo no me resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que tiraban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos.

El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como roca, sabiendo que no quedaría defraudado.

Sal 21, 8-9.17-20.23-24: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

Al verme, se burlan de mí,
hacen muecas, menean la cabeza:
«Acudió al Señor, que lo ponga a salvo;
que lo libre, si tanto lo quiere».

Me acorrala una jauría de mastines,
me cerca una banda de malhechores;
me taladran las manos y los pies,
puedo contar mis huesos.

Se reparten mi ropa,
echan a suertes mi túnica.
Pero tú, Señor, no te quedes lejos;
fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.

Contaré tu fama a mis hermanos,
en medio de la asamblea te alabaré.
Fieles del Señor, alábenlo;
linaje de Jacob, glorifíquenlo;
témanlo, linaje de Israel.

Flp 2, 6-11: “Se rebajó a sí mismo; por eso Dios lo levantó sobre todo”

Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Mt 26, 14-27, 66: Pasión de nuestro Señor Jesucristo

En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso:
— «¿Cuánto me dan si les entrego a Jesús?».
Ellos acordaron darle treinta monedas de plata. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo.
El primer día de los Ázimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:
— «¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?».
Él contestó:
— «Vayan a la ciudad, a casa de Fulano, y díganle: “El Maestro dice: Mi hora está cerca; deseo celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos”».
Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua.
Al atardecer se puso a la mesa con los Doce. Mientras comían dijo:
— «Les aseguro que uno de ustedes me va a entregar».
Ellos, consternados, se pusieron a preguntarle uno tras otro:
— «Señor, ¿acaso seré yo?».
Él respondió:
— «El que ha mojado su pan en el mismo plato que yo, ese me va a entregar. El Hijo del hombre se va, como está escrito de Él; pero, ¡ay del que va a entregar al Hijo del hombre!; más le valdría no haber nacido».
Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar:
— «¿Soy yo acaso, Maestro?».
Él respondió:
— «Tú lo has dicho».
Durante la cena, Jesús tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo:
— «Tomen y coman: esto es mi cuerpo».
Y, cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias y se la dio, diciendo:
— «Beban todos de ella; porque ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos para el perdón de los pecados. Y les digo que no beberé más del fruto de la vid, hasta el día que beba con ustedes el vino nuevo en el reino de mi Padre».
Cantaron el salmo y salieron para el monte de los Olivos.
Entonces Jesús les dijo:
— «Esta noche van a caer todos por mi causa, porque está escrito: “Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño”. Pero cuando resucite, iré antes que ustedes a Galilea».
Pedro replicó:
— «Aunque todos caigan por tu causa, yo jamás caeré».
Jesús le dijo:
— «Te aseguro que esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces».
Pedro le replicó:
— «Aunque tenga que morir contigo, no te negaré».
Y lo mismo decían los demás discípulos.
Entonces Jesús fue con ellos a un huerto, llamado Getsemaní, y les dijo:
— «Siéntense aquí, mientras yo voy allá a orar».
Y, llevándose a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a entristecerse y a angustiarse.
Entonces dijo:
— «Me muero de tristeza: quédense aquí y velen conmigo».
Y, adelantándose un poco, cayó rostro en tierra y oraba diciendo:
— «Padre mío, si es posible, que pase y se aleje de mí este cáliz. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres».
Y se acercó a los discípulos y los encontró dormidos. Dijo a Pedro:
— «¿No han podido velar una hora conmigo? Velen y oren para no caer en la tentación, pues el espíritu es decidido, pero la carne es débil».
De nuevo se apartó por segunda vez y oraba diciendo:
— «Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad».
Y, viniendo otra vez, los encontró dormidos, porque los ojos se les cerraban de sueño. Dejándolos de nuevo, por tercera vez oraba, repitiendo las mismas palabras. Luego se acercó a sus discípulos y les dijo:
— «Ya pueden dormir y descansar. Miren, está cerca la hora, y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levántense, vamos! Ya está cerca el que me entrega».
Todavía estaba hablando, cuando apareció Judas, uno de los Doce, acompañado de un tumulto de gente, con espadas y palos, mandado por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo. El traidor les había dado esta contraseña:
— «Al que yo bese, ése es; deténganlo».
Después se acercó a Jesús y le dijo:
— «¡Te saludo, Maestro!».
Y lo besó. Pero Jesús le dijo:
— «Amigo, ¿a qué vienes?».
Entonces se acercaron a Jesús y le echaron mano para detenerlo. Uno de los que estaban con Él agarró la espada, la desenvainó y de un tajo le cortó la oreja al criado del sumo sacerdote. Jesús le dijo:
— «Envaina la espada; quien usa espada, a espada morirá. ¿Piensas tú que no puedo acudir a mi Padre? Él me mandaría enseguida más de doce legiones de ángeles. Pero entonces no se cumpliría la Escritura, que dice que esto tiene que pasar».
Entonces dijo Jesús a la gente:
— «¿Han salido ustedes a prenderme con espadas y palos, como a un bandido? A diario me sentaba en el templo a enseñar y, sin embargo, no me detuvieron».
Todo esto ocurrió para que se cumpliera lo que escribieron los profetas. En aquél momento todos los discípulos lo abandonaron y huyeron.
Los que detuvieron a Jesús lo llevaron a casa de Caifás, el sumo sacerdote, donde se habían reunido los escribas y los ancianos. Pedro lo seguía de lejos, hasta el palacio del sumo sacerdote, entró y se sentó con los criados para ver en que terminaría todo aquello.
Los sumos sacerdotes y el sanedrín en pleno buscaban un falso testimonio contra Jesús para condenarlo a muerte y no lo encontraban, a pesar de los muchos falsos testigos que comparecían. Finalmente, comparecieron dos, que dijeron:
— «Éste ha dicho: “Puedo destruir el templo de Dios y reconstruirlo en tres días”».
El sumo sacerdote se puso en pie y le dijo:
— «¿No tienes nada que responder? ¿Qué son estos cargos que levantan contra ti?».
Pero Jesús callaba. Y el sumo sacerdote le dijo:
— «Te conjuro por Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios».
Jesús le respondió:
— «Tú lo has dicho. Más aún, yo les digo: Desde ahora ustedes verán que el Hijo del hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y que viene sobre las nubes del cielo».
Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras, diciendo:
— «Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acaban de oír la blasfemia. ¿Qué deciden?».
Y ellos contestaron:
— «Es reo de muerte».
Entonces le escupieron a la cara y lo abofetearon; otros lo golpearon, diciendo:
— «Adivina, Mesías; ¿quién te ha pegado?».
Pedro estaba sentado fuera en el patio, y se le acercó una criada y le dijo:
— «También tú andabas con Jesús el Galileo».
Él lo negó delante de todos, diciendo:
— «No sé qué quieres decir».
Y, al salir al portal, lo vio otra y dijo a los que estaban allí:
— «Este andaba con Jesús el Nazareno».
Otra vez negó él con juramento:
— «No conozco a ese hombre».
Poco después se acercaron las que estaban allí y dijeron a Pedro:
— «Seguro; tú también eres de ellos, te delata tu acento».
Entonces él se puso a echar maldiciones y a jurar, diciendo:
— «No conozco a ese hombre».
Y enseguida cantó un gallo. Pedro se acordó de aquellas palabras de Jesús: «Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces». Y, saliendo afuera, lloró amargamente.
Al hacerse de día, todos los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron para preparar la condena a muerte de Jesús. Y, atándolo, lo llevaron y lo entregaron a Pilato, el gobernador.
Entonces Judas, el traidor, al ver que habían condenado a Jesús, sintió remordimiento y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y ancianos, diciendo:
— «He pecado, he entregado a la muerte a un inocente».
Pero ellos dijeron:
— «¿A nosotros qué? ¡Allá tú!».
Él, arrojando las monedas en el templo, se marchó; y fue y se ahorcó. Los sumos sacerdotes, recogiendo las monedas, dijeron:
— «No es lícito echarlas en el arca de las ofrendas, porque son precio de sangre».
Y, después de discutirlo, compraron con ellas el Campo del Alfarero para cementerio de forasteros. Por eso aquel campo se llama todavía «Campo de Sangre». Así se cumplió lo escrito por Jeremías, el profeta:
«Y tomaron las treinta monedas de plata, precio que le pusieron los hijos de Israel, y pagaron con ellas el Campo del Alfarero, como me lo había ordenado el Señor».
Jesús fue llevado ante el gobernador, y el gobernador le preguntó:
— «¿Eres tú el rey de los judíos?».
Jesús respondió:
— «Tú lo dices».
Y, mientras lo acusaban los sumos sacerdotes y los ancianos, no contestaba nada. Entonces Pilato le preguntó:
— «¿No oyes cuantos cargos presentan contra ti?».
Como no contestaba a ninguna pregunta, el gobernador estaba muy extrañado. Por la fiesta, el gobernador solía soltar un preso, el que la gente quisiera. Tenía entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Cuando la gente acudió, les dijo Pilato:
— «¿A quién quieren ustedes que les ponga en libertad, a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías?».
Pues sabía que lo habían entregado por envidia. Y, mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir:
— «No te metas con ese justo, porque esta noche he sufrido mucho soñando con Él».
Pero los sumos sacerdotes y los ancianos convencieron a la gente que pidieran el indulto de Barrabás y la muerte de Jesús.
El gobernador preguntó:
— «¿A cuál de los dos quieren ustedes que les ponga en libertad?».
Ellos dijeron:
— «A Barrabás».
Pilato les preguntó:
— «¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?».
Contestaron todos:
— «Crucifícalo».
Pilato insistió:
— «Pues, ¿qué mal ha hecho?».
Pero ellos gritaban más fuerte:
— «¡Crucifícalo!».
Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos en presencia de la multitud, diciendo:
— «Soy inocente de esta sangre. ¡Allá ustedes!».
Y el pueblo entero contestó:
— «¡Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!».
Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de Él a toda la tropa: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y, trenzando una corona de espinas, se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y, doblando ante Él la rodilla, se burlaban de Él, diciendo:
— «¡Salve, rey de los judíos!».
Luego le escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. Y, terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar.
Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a que llevara la cruz.
Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir: «La Calavera»), le dieron a beber vino mezclado con hiel; Él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su ropa, echándola a suertes, y luego se sentaron a custodiarlo. Encima de su cabeza colocaron un letrero con la acusación: «Éste es Jesús, el rey de los judíos». Crucificaron con Él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Los que pasaban lo injuriaban y decían, moviendo la cabeza:
— «Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, baja de la cruz».
Los sumos sacerdotes con los escribas y los ancianos se burlaban también, diciendo:
— «A otros ha salvado, y Él no se puede salvar. ¿No es el rey de Israel? Que baje ahora de la cruz, y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios?».
Hasta los bandidos que estaban crucificados con Él lo insultaban.
Desde el mediodía hasta la media tarde, vinieron las tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde, Jesús gritó:
— «Elí, Elí, lamá sabaktaní».
Lo que quiere decir:
— «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
Al oírlo, algunos de los que estaban por allí dijeron:
— «A Elías llama éste».
Uno de ellos fue corriendo; enseguida, cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio a beber. Los demás decían:
— «Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo».
Entonces Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu.

Todos se arrodillan, y se hace una pausa.

En esto, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se rajaron. Las tumbas se abrieron, y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron. Después que Él resucitó, salieron de las tumbas, entraron en la Ciudad santa y se aparecieron a muchos.
El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, dijeron aterrorizados:
— «Verdaderamente éste era Hijo de Dios».
Había allí muchas mujeres que miraban desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para atenderlo; entre ellas, María Magdalena y María, la madre de Santiago y José, y la madre de los Zebedeos.
Al anochecer, llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era también discípulo de Jesús. Este acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran. José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en el sepulcro nuevo que se había excavado en una roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó.
María Magdalena y la otra María se quedaron allí, sentadas enfrente del sepulcro.
A la mañana siguiente, pasado el día de la Preparación, acudieron en grupo los sumos sacerdotes y los fariseos a Pilato y le dijeron:
— «Señor, nos hemos acordado que aquel impostor, estando en vida, anunció: “A los tres días resucitaré”. Por eso, da orden de que vigilen el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vayan sus discípulos, roben el cuerpo y digan al pueblo: “Ha resucitado de entre los muertos”. El último engaño sería peor que el primero».
Pilato contestó:
— «Ahí tienen ustedes la guardia: vayan y aseguren el sepulcro lo mejor que puedan».
Ellos fueron, sellaron la piedra y con la guardia aseguraron la vigilancia del sepulcro.

II. APUNTES

Se acercaba ya la celebración anual de la Pascua judía y Jesús, como todos los años (ver Lc 2,41), junto con sus apóstoles y discípulos se dirige a Jerusalén para celebrar allí la fiesta.

Mientras se encuentra de camino el Señor recibe un mensaje apremiante de parte de Marta y María, hermanas de Lázaro: «Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo» (Jn 11,3). Imploraban al Señor que fuera a Betania lo más pronto posible para curar a su hermano, que se encontraba al borde de la muerte. El Señor, en cambio, hace todo lo contrario: espera unos días más aduciendo que la enfermedad de su amigo «no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella» (Jn 11,4). Terminada su espera, se dirige finalmente a Betania, donde realiza un milagro que rebasa el límite de todo lo que un profeta habría podido hacer: devolverle la vida a un hombre que yacía ya cuatro días en el sepulcro, cuyo cadáver se encontraba ya en estado de descomposición (ver Jn 11,39-40).

El desconcierto inicial daba lugar a un indescriptible estado de euforia al ver a Lázaro salir vivo de la tumba. Tan impactante y asombroso fue este milagro que muchos «viendo lo que había hecho, creyeron en Él» (Jn 11,45). La espectacular noticia se difundió rápidamente por los alrededores, de modo que muchos acudieron a Betania a ver a Jesús y a Lázaro. ¿No era suficiente ese signo para acreditarlo ante el pueblo, ante los fariseos y sumos sacerdotes como el Mesías esperado? No es difícil imaginar el estado de exaltación en el que se encontrarían los apóstoles y discípulos al ver actuar a su Maestro con tal poder. Probablemente pensaban que al fin se acercaba ya la hora de su gloriosa y poderosa manifestación a Israel, la hora en que liberaría a Israel de la opresión de sus enemigos e instauraría finalmente el Reino de los Cielos en la tierra.

Algunos corrieron a toda prisa a Jerusalén llevando la noticia, comunicándosela a los fariseos, quienes reuniéndose en consejo se preguntaban: «¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchas señales. Si le dejamos que siga así, todos creerán en Él y vendrán los romanos y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra nación» (Jn 11,47-48). Con tal argumento finalmente «decidieron darle muerte» (Jn 11,53).

Y como gran número de judíos al enterarse de lo sucedido acudían a Betania no sólo a ver a Jesús sino también a Lázaro (ver Jn 12,9) los sumos sacerdotes decidieron darle muerte también a él, «porque a causa de él muchos judíos se les iban y creían en Jesús» (Jn 12,11). ¿Cómo podía llegar a tanto la cerrazón, la ambición y la ceguera de aquellos fariseos? Lo cierto es que mientras muchos por la evidencia de los hechos se abrían a la fe, éstos endurecían más y más el corazón.

Hasta entonces el Señor había insistido en que a nadie dijeran que Él era el Mesías (ver Lc 8,56; 9,20-21). Sin embargo, sabiendo que pronto iba a ser “glorificado” (ver Jn 11,4), es decir, que se acercaba ya la hora de su Pasión, Muerte y Resurrección, cambia su actitud. Esta vez, cerca ya de Jerusalén y acompañado por la enfervorizada multitud, da instrucciones a sus discípulos para que le traigan un borrico para realizar, montado en él, el último trecho y la entrada a la Ciudad Santa. Les dice dónde encontrarán al joven animal que aún no había sido montado por nadie, y los discípulos hacen exactamente lo que el Señor les pide (Evangelio antes de iniciar la procesión de ramos).

No era raro que en aquel entonces personas importantes usaran un borrico para transportarse (ver Núm 22,21ss). ¿Y qué importancia tiene el que nadie lo hubiese montado aún? Los antiguos pensaban que un animal ya empleado en usos profanos no era idóneo para usos religiosos (ver Núm 19,2; Dt 15,19; 21,3; 1Sam 6,7). Un pollino que no hubiese sido montado anteriormente era, pues, lo indicado para transportar por primera vez a una persona sagrada, al mismo Mesías enviado por Dios.

¿Y qué significado tenía esta entrada a Jerusalén montado en un asnillo? El Señor tiene en mente una antigua profecía: «¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna… Él proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar y desde el Río hasta los confines de la tierra» (Zac 9,9-10). El mensaje que quería dar el Señor era muy claro: Él era el rey de la descendencia de David, el Mesías prometido por Dios para salvar a su pueblo; en Él se cumplía la antigua profecía.

El mensaje lo comprendió perfectamente la enfervorizada multitud de discípulos y los admiradores que lo acompañaban, de modo que mientras que el Señor Jesús avanzaba hacia Jerusalén montado sobre el pollino algunos tendían sus mantos en el suelo como alfombras para que pasase sobre ellos, mientras muchos otros acompañaban la jubilosa procesión agitando alegremente ramos de palma, signo popular de victoria y triunfo. Era la manera popular de proclamar que reconocían en Él al rey-Mesías que traería la victoria a su pueblo.

Mientras tanto, llevados por el entusiasmo y la algarabía, todos gritaban una y otra vez: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!». Los términos empleados son típicos. Al decir el que viene en nombre del Señor hacían referencia al Mesías, y al decir el reino que viene… de David (ver Mc 11,9-10) se referían al reino mesiánico inaugurado por el Mesías, el hijo de David. Más ellos pensaban en un reino mundano, en una victoria política, en un triunfo militar garantizado por una gloriosa intervención divina.

Ciertamente el Señor se aprestaba a manifestar su gloria, se disponía a liberar a su pueblo, pero de otra opresión: la del pecado y de la muerte. La hora de la manifestación de su gloria no sería otra que la de su Pasión y su elevación en la Cruz (Evangelio). Conociendo su doloroso destino, anunciado ya anticipadamente a sus discípulos en repetidas oportunidades (ver Mt 16,21; Lc 9,22), Él no se resiste ni se echa atrás. (1ª. lectura) Confiado en Dios, Él se ofrecerá a sí mismo, soportará el oprobio y la afrenta para nuestra reconciliación. De este modo Dios exaltó y glorificó al Hijo que por amorosa obediencia, siendo de condición divina, se rebajó a sí mismo «hasta la muerte y muerte de Cruz» (2ª. lectura). Ante Él toda rodilla ha de doblarse y toda lengua ha de confesar que Él «es SEÑOR para gloria de Dios Padre».

III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

La liturgia del Domingo de Ramos nos introduce ya en la Semana Santa. Asocia dos momentos radicalmente contrapuestos, separados tan sólo por pocos días de diferencia: la acogida gloriosa de Jesús en Jerusalén y su implacable ajusticiamiento en el Gólgota, el “hosanna” con los saludos desbordantes de júbilo y el “¡crucifícalo!” con los improperios cargados de desprecio.

Acaso nos preguntamos sorprendidos: ¿Qué pasó en tan breve lapso de tiempo? ¿Por qué este cambio radical de actitud? ¿Cómo es posible que los gritos jubilosos de “hosanna” (es decir: “sálvanos”) y “bendito el que viene” con que reconocían y acogían al Mesías-Hijo de David se trocasen tan pronto en insultos, golpes, burlas, interminables latigazos y en un definitivo desprecio y rechazo: “¡A ése no! ¡A Barrabás!… a ése ¡crucifícalo, crucifícalo!”?

Una explicación sin duda es la manipulación a la que es sometida la muchedumbre. Como sucede también en nuestros días, quien carece de sentido crítico tiende a plegarse a la “opinión pública”, a “lo que dicen los demás”, dejándose arrastrar fácilmente en sus opiniones y acciones por lo que “la mayoría” piensa o hace. ¿No hacen lo mismo hoy muchos enemigos de la Iglesia que hallando eco en los poderosos medios de comunicación social presentan “la verdad sobre Jesús” para que muchos hijos de la Iglesia griten nuevamente “crucifíquenlo” y “crucifiquen a Su Iglesia”? En el caso de Jesús, como en muchos otros casos, la “opinión pública” es continuamente manipulada hábilmente por un pequeño grupo de poder que quiere quitar a Cristo de en medio (ver Lc 19,47; Jn 5,18; 7,1; Hech 9,23).

Pero la asombrosa facilidad para cambiar de actitud tan radicalmente con respecto a Jesús no debe hacernos pensar tanto en “los demás”, o señalar a la masa para sentirnos exculpados, sino que debe hacernos reflexionar humildemente en nuestra propia volubilidad e inconsistencia. ¿Cuántas veces arrepentidos, emocionados, tocados profundamente por un encuentro con el Señor, convencidos de que Cristo es la respuesta a todas nuestras búsquedas de felicidad, de que Él es EL SEÑOR, le abrimos las puertas de nuestra mente y de nuestro corazón, lo acogemos con alegría y entusiasmo, con palmas y vítores, pero poco después con nuestras acciones y opciones opuestas a sus enseñanzas lo expulsamos y gritamos “¡crucifícale!”, porque preferimos al “Barrabás” de nuestros propios vicios y pecados?

También yo me dejo manipular fácilmente por las voces seductoras de un mundo que odia a Cristo y busca arrancar toda raíz cristiana de nuestros pueblos y culturas forjados al calor de la fe. También yo me dejo influenciar fácilmente por las voces engañosas de mis propias concupiscencias e inclinaciones al mal. También yo me dejo seducir fácilmente por las voces sutiles y halagadoras del Maligno que con sus astutas ilusiones me promete la felicidad que anhelo vivamente si a cambio le ofrendo mi vida a los dioses del poder, del placer o del tener. Y así, ¡cuántas veces, aunque cristiano de nombre, grito cada vez que dedico hacer el mal que se presenta como “bueno para mí”: “¡A ése NO! ¡A ése CRUCIFÍCALO! ¡A ese sácalo de mi vida! ¡Elijo a Barrabás! ”!

Qué importante es aprender a ser fieles hasta en los más pequeños detalles de nuestra vida, para no crucificar nuevamente a Cristo con nuestras obras! ¡Qué importante es ser fieles, siempre fieles! ¡Qué importante es desenmascarar, resistir y rechazar aquellas voces que sutil y hábilmente quieren ponernos en contra de Jesús, para en cambio construir nuestra fidelidad al Señor día a día con las pequeñas opciones por Él! ¡Qué importante es fortalecer nuestra amistad con Él mediante la oración diaria y perseverante! De lo contrario, en el momento de la prueba o de la tentación, en el momento en que escuchemos las “voces” interiores o exteriores que nos inviten a eliminar al Señor Jesús de nuestras vidas, descubriremos cómo nuestro “hosanna” inicial se convertirá en un traidor “crucifícalo”.

¿Qué elijo yo? ¿Ser fiel al Señor hasta la muerte? ¿O cobarde como tantos, me conformo en señalar siempre como una veleta en la dirección en la que soplan los vientos de un mundo que aborrece a Cristo, que aborrece a su Iglesia y a todos aquéllos que son de Cristo?

IV. PADRES DE LA IGLESIA

San Andrés de Creta: «Venid subamos juntos al monte de los Olivos y salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy desde Betania, y que se encamina por su propia voluntad hacia aquella venerable y bienaventurada Pasión, para llevar a término el misterio de nuestra salvación. Viene, en efecto, voluntariamente hacia Jerusalén, el mismo que, por amor a nosotros, bajó del Cielo para exaltarnos con Él, como dice la Escritura, por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación, y de todo ser que exista, a nosotros que yacíamos postrados. Él viene, pero no como quien toma posesión de su gloria, con fasto y ostentación. No gritará —dice la Escritura—, no clamará, no voceará por las calles, sino que será manso y humilde, con apariencia insignificante, aunque le ha sido preparada una entrada suntuosa. Corramos, pues, con Él que se dirige con presteza a la Pasión, e imitemos a los que salían a su encuentro».

San Ambrosio: «Como las multitudes ya conocían al Señor, le llaman rey, repiten las palabras de las profecías, y dicen que ha venido el hijo de David, según la carne, tanto tiempo esperado».

San Beda: «No se dice que el Salvador sea rey que viene a exigir tributos, ni a armar ejércitos con el acero, ni a pelear visiblemente contra los enemigos; sino que viene a dirigir las mentes para llevar a los que crean, esperen y amen, al Reino de los Cielos; y que quisiera ser rey de Israel es un indicio de su misericordia y no para aumentar su poder».

San Beda: «Una vez crucificado el Señor, como callaron sus conocidos por el temor que tenían, las piedras y las rocas le alabaron, porque, cuando expiró, la tierra tembló, las piedras se rompieron entre sí y los sepulcros se abrieron».

San Ambrosio: «Y no es extraño que las piedras, contra su naturaleza, publiquen las alabanzas del Señor, siendo así que se confiesan más duros que las piedras los que lo habían crucificado; esto es, la turba que poco después había de crucificarle, negando en su corazón al Dios que confesó con sus palabras. Además, como habían enmudecido los judíos después de la pasión del Salvador, las piedras vivas, como dice San Pedro, lo celebraron».

V. CATECISMO DE LA IGLESIA

La subida de Jesús a Jerusalén

557: «Como se iban cumpliendo los días de su asunción, él se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén» (Lc 9, 51). Por esta decisión, manifestaba que subía a Jerusalén dispuesto a morir. En tres ocasiones había repetido el anuncio de su Pasión y de su Resurrección. Al dirigirse a Jerusalén dice: «No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén» (Lc 13, 33).

558: Jesús recuerda el martirio de los profetas que habían sido muertos en Jerusalén. Sin embargo, persiste en llamar a Jerusalén a reunirse en torno a él: «¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no habéis querido!» (Mt 23, 37b). Cuando está a la vista de Jerusalén, llora sobre ella y expresa una vez más el deseo de su corazón: «¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos» (Lc 19, 41-42).

La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén

559: ¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey, pero elige el momento y prepara los detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de «David, su padre» (Lc 1, 32). Es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación («Hosanna» quiere decir «¡sálvanos!», «¡Danos la salvación!»). Pues bien, el «Rey de la Gloria» (Sal 24, 7-10) entra en su ciudad «montado en un asno» (Zac 9, 9): no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad. Por eso los súbditos de su Reino, aquel día fueron los niños y los «pobres de Dios», que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores. Su aclamación, «Bendito el que viene en el nombre del Señor» (Sal 118, 26), ha sido recogida por la Iglesia en el «Sanctus» de la liturgia eucarística para introducir al memorial de la Pascua del Señor.

560: La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. Con su celebración, el Domingo de Ramos, la liturgia de la Iglesia abre la Semana Santa.

VI. TEXTOS DE LA ESPIRITUALIDAD SODÁLITE

La Semana Santa es ocasión privilegiada para ello. Es, como decimos, evidente, pero sin embargo, tantas veces en nuestra vida perdemos de vista esa realidad. Cuántas veces nos olvidamos en nuestra vida cotidiana de Dios y de su amor, y perdemos el centro de nuestra vida. Vale por tanto la pena detenernos unos momentos cada día y recordar que Dios nos ama, tomando conciencia de aquellos aspectos en los que ese amor se manifiesta en nuestra vida. Vemos su amor, por ejemplo, en el don de la vida, en todo aquello que nos es dado, lo bueno que tenemos, incluso los males cuando Dios los permite y nos ayudan a purificarnos y crecer en santidad. Lo vemos, sobre todo, en el don del Bautismo, y en el llamado a la participación de la vida divina.

El amor de Dios por nosotros es absolutamente gratuito. No depende de nada que hayamos hecho o dicho, y por otro lado, no exige nada a cambio. Sin embargo, si bien es verdad que Dios estrictamente no necesita nuestra respuesta, nosotros sí necesitamos responder. Es decir, nuestra felicidad sí necesita que correspondamos a ese amor. Ante el amor de Dios, que se manifiesta de tantas maneras en nuestra vida, y que se expresa de modo especial en los misterios de la Semana Santa, no podemos permanecer indiferentes. Participar de las celebraciones del Triduo Pascual, reflexionar sobre ellas, meditar y rezar acompañando al Señor en los distintos momentos de su Pasión, Muerte y Resurrección, son ocasión de profundizar en el gran acontecimiento de nuestra reconciliación para, renovados, acoger sus frutos en nuestra vida con mayor intensidad y coherencia.

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PADRES DE LA IGLESIA