Ascensión del Señor – Ciclo A

01 de Junio de 2014
“Después de haber dado instrucciones a los apóstoles, fue llevado al Cielo”

I. La Palabra de Dios

Hech 1, 1-11: “Lo vieron elevarse”

En mi primer libro, querido Teófilo, escribí acerca de todo lo que Jesús hizo y enseñó, hasta el día en que ascendió al cielo, después de dar sus instrucciones, por medio del Espíritu Santo, a los Apóstoles que había elegido. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, y, apare­ciéndoseles durante cuarenta días, les habló del Reino de Dios.

Mientras estaba comiendo con ellos, les recomendó:

— «No se alejen de Jerusalén; aguarden que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo les he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días ustedes serán bautizados con Espíritu Santo».

Ellos lo rodearon preguntándole:

— «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Is­rael?»

Jesús contestó:

— «No les toca a ustedes conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su autoridad. Pero recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y se­rán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra».

Dicho esto, lo vieron elevarse, hasta que una nube lo ocultó de la vista de ellos. Mientras miraban fijamente al cielo, viéndo­lo alejarse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron:

— «Galileos, ¿porqué permanecen mirando al cielo? El mis­mo Jesús que los ha dejado para subir al cielo volverá como lo han visto partir».

Sal 46, 2-3.6-9: “Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas”

Aplaudan pueblos todos,
aclamen a Dios con gritos de júbilo;
porque el Señor es sublime y terrible,
emperador de toda la tierra.

Dios asciende entre aclamaciones;
el Señor, al son de trompetas;
toquen para Dios, toquen,
toquen para nuestro Rey, toquen.

Porque Dios es el rey del mundo;
toquen con maestría.
Dios reina sobre las naciones,
Dios se sienta en su trono sagrado.

Ef 1, 17-23: “Lo sentó a su derecha”

Hermanos:

Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la glo­ria, les conceda espíritu de sabiduría y revelación para conocer­lo plenamente. Ilumine los ojos de su corazón, para que com­prendan ustedes cuál es la esperanza a la que los llama, la rique­za de gloria que da en herencia a los santos, y la extraordinaria grandeza de su poder con que Él obra en nosotros, los que cree­mos, por la eficacia de su fuerza poderosa que desplegó en Cris­to, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su dere­cha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro.

Y todo lo puso bajo sus pies, constituyéndolo cabeza suprema de la Iglesia. Ella es su cuerpo, plenitud de Aquel que llena completamente todas las cosas.

Mt 28, 16-20: “Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra”

En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado.

Al verlo, lo adoraron, pero algunos dudaban.

Acercándose a ellos, Jesús les dijo:

— «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra.

Vayan, pues, y hagan discípulos de todos los pueblos, bauti­zándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado.

Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo».

II. APUNTES

La Solemnidad de la Ascensión del Señor a los Cielos se celebra propiamente el jueves posterior al VI Domingo de Pascua, dado que tuvo lugar cuarenta días después de su Resurrección (ver Hech 1,3). Sin embargo, por razones pastorales, en muchos lugares se traslada al séptimo Domingo de Pascua.

La lectura de este Domingo nos trae los últimos versículos del Evangelio según San Mateo. El Señor, luego de presentarse resucitado en Jerusalén, les indica a sus Apóstoles que vayan a Galilea. Allí se encuentran nuevamente con Él en el monte que «les había indicado» y reciben el mandato de ir al mundo entero a hacer discípulos suyos de todas las gentes.

Si bien este pasaje del Evangelio de San Mateo se lee en la Solemnidad de la Ascensión no hay que concluir que es en aquel monte y en aquel momento cuando el Señor asciende a los Cielos. El acontecimiento mismo de la ascensión del Señor no es narrada ni mencionada por San Mateo. Por San Marcos es brevísimamente aludida (ver Mc 16,19) y por San Juan es tan sólo mencionada en forma de predicción: «Dícele Jesús [a María Magdalena]: “No me toques, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”» (Jn 20,17). Es San Lucas quien tanto en su Evangelio (ver Lc 24, 46-53) como en los Hechos de los Apóstoles (1ª. Lectura: Hech 1, 1-11) describe algunos detalles de este acontecimiento. Relata Lucas que luego del encuentro en aquel monte en Galilea, los Apóstoles, por indicación del Señor, volverán nuevamente a Jerusalén, donde el Señor les manda permanecer en la ciudad hasta ser «revestidos del poder de lo Alto» (Lc 24,49). Finalmente «los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al Cielo» (Lc 24,50-51).

La Ascensión al Cielo constituye el fin de la peregrinación terrena de Cristo, Hijo de Dios vivo, consubstancial al Padre, que se hizo hombre para nuestra reconciliación. El ascenso del Señor victorioso permanece estrechamente vinculado a su “descenso” del Cielo, ocurrido en la Encarnación del Verbo en el seno inmaculado de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo.La Ascensión, por la que el Señor deja el mundo y va al Padre (ver Jn 16,28), se integra en el misterio de la Encarnación y es su momento conclusivo. Aquel que se ha abajado, se eleva ahora a los Cielos, llevando consigo una inmensa multitud de redimidos.

Luego de ver al Señor ascender a los Cielos, los Apóstoles se volvieron gozosos a Jerusalén en espera del acontecimiento anunciado y prometido. En el Cenáculo, unidos en común oración en torno a María, la Madre de Jesús (ver Hech 1,13-14), los discípulos preparan sus corazones en espera del cumplimiento de la Promesa del Padre.

El encargo recibido por el Señor antes de su Ascensión: «Vayan, pues, y hagan discípulos de todos los pueblos, bauti­zándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado», lo llevarán a cabo los Apóstoles una vez recibido el don del Espíritu Santo el día de Pentecostés. Este don de lo Alto da un impulso irreprimible a la acción evangelizadora de la Iglesia.

San Pablo es llamado por el Señor a sumarse a aquellos Apóstoles que cumplen fielmente la misión confiada a ellos por el Señor. El “Apóstol de los Gentiles” escribe a los efesios de Aquel a quien el Padre, luego de resucitarlo de entre los muertos, ha «sentado a su diestra en los Cielos», sometiendo todas las cosas bajo sus pies y constituyéndole «Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo» (2ª. lectura).

III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Contemplamos a Cristo, el Señor resucitado, que victoriosamente asciende al Cielo. Al contemplarlo nuestros ojos se dirigen con firme esperanza hacia ese destino glorioso que Dios por y en su Hijo nos ha prometido también a cada uno de nosotros: la participación en la vida divina, en la comunión de Dios-Amor, por toda la eternidad (ver 2Pe 1,4; Ef 1,17ss).

Mas al contemplar nuestro destino glorioso no podemos menospreciar nuestra condición de viadores. Mientras estemos en este mundo, hay camino por recorrer. Por tanto, tampoco nosotros podemos quedarnos «allí parados mirando al cielo» (Hech 1,11), sino que hemos de “bajar del monte” y “volver a la ciudad” (ver Hech 1,12), volver a la vida cotidiana con todos sus quehaceres, con toda la a veces pesada carga de preocupaciones diarias. Sin embargo, aunque hemos de sumergirnos nuevamente en las diversas actividades y preocupaciones de cada día, tampoco podemos perder de vista nuestro destino eterno, no podemos dejar de dirigir nuestra mirada interior al Cielo.

Así hemos de vivir día a día este dinamismo: sin dejar de mirar siempre hacia allí donde Cristo está glorioso, con la esperanza firme y el ardiente anhelo de poder participar un día de su misma gloria junto con todos los santos, hemos de vivir intensamente la vida cotidiana como Cristo nos ha enseñado, buscando en cada momento impregnar con la fuerza del Evangelio nuestras propias actitudes, pensamientos, opciones y modos de vida, así como las diversas realidades humanas que nos rodean.

La “aspiración a las cosas de arriba” (ver Col 3,2), el deseo de participar de la misma gloria de Cristo, lejos de dejarnos inactivos frente a las realidades temporales nos compromete a trabajar intensamente por transformarlas, según el Evangelio.

Sin dejar de mirar al Cielo, ¡debemos actuar! ¡Hay mucho por hacer! ¡Hay mucho que cambiar, en mí mismo y a mi alrededor! ¡Muchos dependen de mí! ¡Es todo un mundo el que hay que transformar desde sus cimientos! Y el Señor nos promete la fuerza de su Espíritu para que seamos hoy sus Apóstoles que anuncien su Evangelio a tiempo y destiempo, un pequeño ejército de santos que con la fuerza de su Amor trabajemos incansablemente por cambiar el mundo entero, para hacerlo más humano, más fraterno, más reconciliado, según el Evangelio de Jesucristo y con la fuerza de su gracia, sin la cual nada podemos.

IV. PADRES DE LA IGLESIA

San León Magno: «Así como en la solemnidad de Pascua la resurrección del Señor fue para nosotros causa de alegría, así también ahora su ascensión al Cielo nos es un nuevo motivo de gozo, al recordar y celebrar litúrgicamente el día en que la pequeñez de nuestra naturaleza fue elevada, en Cristo, por encima de todos los ejércitos celestiales, de todas las categorías de ángeles, de toda la sublimidad de las potestades, hasta compartir el trono de Dios Padre».

San Gregorio de Nisa: «Cristo, el primogénito de entre los muertos, quien con su resurrección ha destruido la muerte, quien mediante la reconciliación y el soplo de su Espíritu ha hecho de nosotros nuevas criaturas, dice hoy: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. ¡Oh mensaje lleno de felicidad y de hermosura! El que por nosotros se hizo hombre, siendo el Hijo único, quiere hacernos hermanos suyos y, para ello, hace llegar hasta el Padre verdadero su propia humanidad, llevando en ella consigo a todos los de su misma raza».

San Cirilo de Alejandría: «El Señor sabía que muchas de sus moradas ya estaban preparadas y esperaban la llegada de los amigos de Dios. Por esto, da otro motivo a su partida: preparar el camino para nuestra ascensión hacia estos lugares del Cielo, abriendo el camino, que antes era intransitable para nosotros. Porque el Cielo estaba cerrado a los hombres y nunca ningún ser creado no había penetrado en este dominio santísimo de los ángeles. Es Cristo quien inaugura para nosotros este sendero hacia las alturas. Ofreciéndose Él mismo a Dios Padre como primicia de los que duermen el sueño de la muerte, permite a la carne mortal subir al cielo. El fue el primer hombre que penetra en las moradas celestiales… Así, pues, Nuestro Señor Jesucristo inaugura para nosotros este camino nuevo y vivo: “ha inaugurado para nosotros un camino nuevo y vivo a través del velo de su carne” (Heb 10,20)».

San Gregorio Magno: «El Señor arrastró cautivos cuando subió a los cielos, porque con su poder trocó en incorrupción nuestra corrupción. Repartió sus dones, porque enviando desde arriba al Espíritu Santo, a unos les dio palabras de sabiduría, a otros de ciencia, a otros de gracia de los milagros, a otros la de curar, a otros la de interpretar. En cuanto Nuestro Señor subió a los cielos, su Santa Iglesia desafió al mundo y, confortada con su Ascensión, predicó abiertamente lo que creía a ocultas».

V. CATECISMO DE LA IGLESIA

«Jesucristo subió a los Cielos, y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso»

659: «Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19). El cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre. Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos y les instruye sobre el Reino, su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria. La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por el Cielo donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios. Sólo de manera completamente excepcional y única, se muestra a Pablo «como un abortivo» (1 Cor 15, 8) en una última aparición que constituye a éste en apóstol.

660: El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: «Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17). Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y trascendente de la Ascensión marca la transición de una a otra.

661: Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera, es decir, a la bajada desde el Cielo realizada en la Encarnación. Sólo el que «salió del Padre» puede «volver al Padre»: Cristo. «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del Cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3, 13). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la «Casa del Padre» (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, «ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino».

662: «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al Cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no «penetró en un Santuario hecho por mano de hombre…, sino en el mismo Cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Hb 9, 24). En el Cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. «De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor» (Hb 7, 25). Como «Sumo Sacerdote de los bienes futuros» (Hb 9, 11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los Cielos.

663: Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: «Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada».

664: Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: «A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás» (Dn 7, 14). A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del «Reino que no tendrá fin».

668: «Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos» (Rom 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra. El está «por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación» porque el Padre «bajo sus pies sometió todas las cosas» (Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos y de la historia. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación, su cumplimiento trascendente.

669: Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo. Elevado al Cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia. «La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio», «constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra».

VI. TEXTOS DE LA ESPIRITUALIDAD SODÁLITE

Por mi Bautismo he llegado a participar de la gran victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Sí, «el gran estallido de la Resurrección nos ha alcanzado en el Bautismo… La Resurrección no ha pasado, la Resurrección nos ha alcanzado e impregnado».

Por el Bautismo, dice San Pablo, «nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva». Por eso en la gran celebración de la Vigilia pascual recordábamos el don enorme de nuestro propio Bautismo, renovando públicamente nuestras promesas bautismales, renunciando a Satanás y a todas sus obras y seducciones para reafirmar nuestra fe en Dios y nuestra adhesión a Él. Esta vida nueva en Cristo la hemos recibido por el Don del Espíritu que nos ha transformado interiormente, haciendo de nosotros hombres y mujeres nuevos.

Ahora bien, este inmenso don es a la vez una tarea, y como una semilla necesita ser regada y cuidada en su desarrollo y crecimiento, aquella transformación interior operada en mí requiere asimismo de mi diaria y esforzada cooperación, reclamando una vida que refleje mi condición e identidad de bautizado.

En ese mismo sentido afirmar la resurrección de Cristo necesariamente tiene consecuencias prácticas en la vida cotidiana. Quien afirma que Jesucristo ha resucitado, ha de vivir de acuerdo a lo que cree, pues de lo contrario terminará pensando como vive. Por lo mismo la Resurrección del Señor Jesús es un potente llamado -para todos los que creemos en Él- a morir realmente al hombre viejo y a todas sus obras de muerte para vivir intensamente la vida nueva que Cristo nos ha traído por el Bautismo. Así, pues, «consideremos, amadísimos hermanos, la Resurrección de Cristo. En efecto, como su pasión significaba nuestra vida vieja, así su Resurrección es sacramento de vida nueva. (…) Has creído, has sido bautizado: la vida vieja ha muerto en la Cruz y ha sido sepultada en el Bautismo. Ha sido sepultada la vida vieja, en la que has vivido; ahora tienes una vida nueva. Vive bien; vive de forma que, cuando mueras, no mueras».

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