15 de Junio de 2014
“La Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana”
I. La Palabra de Dios
Prov 8,22-31: “Desde la eternidad fui fundada, desde el principio, antes que la tierra”
«Yahveh me creó, primicia de su camino, antes que sus obras más antiguas. Desde la eternidad fui fundada, desde el principio, antes que la tierra. Cuando no existían los abismos fui engendrada, cuando no había fuentes cargadas de agua. Antes que los montes fuesen asentados, antes que las colinas, fui engendrada. No había hecho aún la tierra ni los campos, ni el polvo primordial del orbe. Cuando asentó los cielos, allí estaba yo, cuando trazó un círculo sobre la faz del abismo, cuando arriba condensó las nubes, cuando afianzó las fuentes del abismo, cuando al mar dio su precepto – y las aguas no rebasarán su orilla – cuando asentó los cimientos de la tierra, yo estaba allí, como arquitecto, y era yo todos los días su delicia, jugando en su presencia en todo tiempo, jugando por el orbe de su tierra; y mis delicias están con los hijos de los hombres.»
Sal 8, 4-5.6-7.8-9: “¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!”
Rom 5,1-5: “Estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo, y el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo”
«Habiendo, pues, recibido de la fe nuestra justificación, estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún; nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.»
Jn 3, 16-18: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único”
«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios.» (Jn 3,16-18)
II. APUNTES
«El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo.» (Catecismo de la Iglesia Católica, 234)
Al acercamos al misterio de la Santísima Trinidad nos encontramos ante el primero de los «misterios escondidos en Dios de los que, de no haber sido divinamente revelados, no se pudiera tener noticia» (Concilio Vaticano I). En efecto, Dios mismo quiso a lo largo de la historia ir revelando este misterio escondido, el misterio de su vida íntima, el misterio de su identidad más profunda: Dios no es una energía impersonal, Dios no es soledad, Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas pero un solo Dios, Dios es Comunión de Amor.
Es el Señor Jesús quien nos ha hablado de Dios, es el Hijo quien nos ha hablado del Padre y del Espíritu: Jesucristo es la plenitud de la revelación (Ver Heb 1,1-2). ¿Quién otro conoce la intimidad de Dios sino Él? ¿Quién otro puede hablar autorizadamente del misterio que es Dios? «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado.» (Jn 1,18) Si, sólo Aquél que está “en el seno del Padre” puede hablar de Dios, y Él ha dado a conocer al hombre este misterio insondable de Dios.
Por lo que Cristo ha revelado y por la luz del Espíritu de la verdad que llevó a los apóstoles a la verdad completa, los cristianos confesamos que el Padre es Dios, que el Hijo es el mismo y único Dios y que el Espíritu Santo es el mismo y único Dios, aún cuando son tres Personas distintas. Dios es Comunión de Amor, y aunque tres personas, un solo Dios.
El mundo visible procede del acto creador de Dios (1ª. lectura). La personificación de la sabiduría, engendrada antes de la creación del mundo, presente y actuante en el momento mismo de la creación, hace pensar en la Palabra que existía ya «en el principio», antes de la creación del mundo, la Palabra que estaba con Dios y era Dios y por la que «todo se hizo» y sin la cual «no se hizo nada de cuanto existe» (Ver Jn 1,1-3). En este mismo proceso de la creación el Espíritu de Dios «aleteaba por encima de las aguas» (Gén 1,2). Toda la creación es obra de la Trinidad, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Brota de la sobreabundancia de su amor y tiene su culmen en la criatura humana, creada a imagen y semejanza de Dios (Ver Gen 1,26), creada poco inferior a los ángeles, coronada de gloria y dignidad y a quien Dios le entrega el mando sobre las obras de sus manos. (Salmo responsorial)
También la nueva creación es obra de la Santísima Trinidad. Esta se inicia con la encarnación del Verbo divino gracias al Hágase generoso de María Virgen, encuentra su punto culminante en la muerte reconciliadora y resurrección del Señor Jesús, y se realiza finalmente por el amor divino derramado en los corazones humanos gracias al Don del Espíritu Santo. (2ª. lectura)
La revelación de este misterio fue obra de Jesucristo; pero no lo reveló dandonos una formulación como la expesada más arriba (eso es una conclusión teológica), sino por medio de su palabra y su actuación. Jesús se reveló como Dios verdadero hecho hombre; reveló al Padre por medio de su actuación filial respecto de Dios; y reveló al Espíritu Santo como el único capaz de introducirnos en el sentido verdadero de su enseñanza.
Uno de esas palabras de revelación es el Evangelio de hoy que nos entrega parte de la conversación de Jesús con Nicodemo, el magistrado judío que fue a verlo de noche. Jesús dice a Nicodemo algo asombroso, absolutamente nuevo para él: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. De pronto cobra sentido para Nicodemo el Salmo que él bien conocía, en el cual, hablando el Mesías, dice: “Haré público el decreto de Yahvé: Él me ha dicho: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy»” (Sal 2,7). Nicodemo comprende que Dios tiene un Hijo único y que, por consiguiente, Dios es Padre. Pero ese Hijo único tiene que poseer la misma naturaleza divina que su Padre, pues todo padre engendra a un hijo de su misma naturaleza. Con estas palabras Jesús está revelando que el Hijo único es Dios verdadero y que es una Persona divina distinta que el Padre. No sabemos si Nicodemo entendió esto en ese momento. Pero ciertamente lo entendieron más tarde los judíos, como se deduce de estas palabras del evangelista: “Los judíos trataban con mayor empeño de matarlo, porque… llamaba a Dios su propio Padre, haciendose a sí mismo igual a Dios” (Jn 5,18). No es que Jesús quisiera hacerse “igual a Dios”; lo que Jesús enseñaba es que él es el único Dios.
En el Antiguo Testamento, cuando Dios mandaba un profeta, a menudo era para pronunciar un juicio sobre su generación. La visita de un profeta era temida. Es así que cuando llega Samuel a Belén, los ancianos temen y le preguntan: “¿Es de paz tu venida, vidente? (1Sam 16,4). La viuda de Sarepta a la cual Elías visitó, cuando murió su hijo, dice al profeta: “¿Es que has venido a mí para recordar mis faltas y hacer morir a mi hijo?” (1Re 17,18). Son famosas las sentencias de condena que fulmina Elías contra el rey Ajab. Jesús también ha sido enviado por Dios, pero no para echarnos en cara nuestros pecados y juzgarnos: “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo”; el objeto de su misión es este otro: “para que el mundo se salve por él”. La misión del Hijo único de Dios es la salvación del mundo, es decir, “que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Del mundo se exige solamente una condición: la fe en él. La condenación consiste en no creer en la oferta de salvación que Dios nos hace: “El que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios”.
En la última cena Jesús enseñará que la fe en él nace del testimonio que el Espíritu Santo da a favor de él en el corazón de los discípulos: “Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí” (Jn 15,26). Así revela que el Espíritu Santo es una Persona divina, que es Dios verdadero, y como tal puede infundirnos la fe en Cristo.
El segundo paso obvio consiste en preguntarse acerca de la identidad de Jesús. Y a la pregunta de Jesús: “Quien decís vosotros que soy yo”, se adelanta Pedro en responder: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo” (Mt 16,16). Lo propio de la Persona divina de Jesucristo es el ser Hijo. Así se autopresentó él. Pero esto exige la Persona del Padre. En su actitud filial Cristo nos revela al Padre y lo revela como lleno de amor. Es lo que dice Jesús en el Evangelio de hoy: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Por eso San Pablo desea a los corintios “el amor del Padre”, que siempre tendrá como manifestación el don de su Hijo para que “el mundo se salve por él”. Y el único modo de gozar de la salvación es la fe en Cristo como Hijo único de Dios: “El que cree en él no es condenado; pero el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios”. “Nombre” equivale a nuestro término “Persona”. Para salvarse hay que creer que Cristo es la segunda Persona de la Trinidad, Hijo de Dios y Dios verdadero.
Si bien es cierto que el hombre no puede conocer a Dios por sus propios medios, ni puede ver la esencia divina y seguir en vida, puede, sin embargo, recibir el conocimiento de Dios por revelación. Por eso decimos que “Dios es un misterio”. Esto quiere decir que Dios está por encima de la inteligencia humana y de todo lo que la inteligencia humana puede descubrir y conocer por sus propios medios, y que para ser conocido por ella tiene que serle revelado. Y esta es la misión de Jesucristo. Así la formula él al final de su vida terrena: “(Padre…) he manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomandolos del mundo… Yo les ha dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer…” (Jn 17,6.26). Al llegar la plenitud de los tiempos, Jesús nos reveló que Dios es uno y trino; que una sola sustancia divina es poseída por tres Personas distintas: el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo.
El papel fundamental de Jesucristo en la revelación de Dios ha sido claramente expresado en el Prólogo de Juan: “A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). La imposibilidad de “ver a Dios” en el hombre es radical, como hemos dicho; pero no debemos desesperar, porque hay una salida: “Jesucristo lo ha contado”. Y ¿cómo lo ha hecho? Lo ha hecho operando la salvación del ser humano. En efecto, la imposibilidad de “ver a Dios”, de conocer su misterio trinitario y de contemplarlo, es la carencia de salvación. “Contar a Dios” es revelar su misterio trinitario; esta misión la realiza Jesucristo obrando la salvación del hombre, porque nuestra salvación consiste en compartir la misma vida de la Trinidad. Jesucristo nos ha comunicado el conocimiento de Dios Trinidad comunicandonos la vida misma de la Trinidad, en la cual consiste nuestra salvación.
En la conclusión a su segunda carta a los corintios San Pablo desea a los fieles de esa comunidad de Corinto el bien máximo: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros” (2Cor 13,13). Todos reconocemos en esta fórmula el saludo que el sacerdote dirige hoy a los fieles al comienzo de las celebraciones litúrgicas, en especial, de la Santa Misa. A este saludo los fieles responden: “Y con tu espíritu”. Es una fórmula cristiana antigua, pues el escrito en que se encuentra (la 2Corintios) remonta al año 57 d.C. Pero, dada su forma esquemática y la posición en que se encuentra en la carta, se deduce que esta es una fórmula litúrgica que existía antes de ser incluida en esa carta. San Pablo estaría citando un texto de la liturgia que todos reconocían.
Es claro que este saludo es una fórmula trinitaria; pero lo notable es que en ella el orden en que aparecen las Personas divinas difiere del habitual. En efecto, se nombra en primer lugar al Señor Jesucristo, luego a Dios y finalmente al Espíritu Santo.
El orden habitual de las Personas divinas en las fórmulas trinitarias es: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En ese orden se nombran en la señal de la cruz, en el Gloria y en el Credo de la fe cristiana. Este es el orden de procedencia. En efecto, el Padre es el “principio sin principio”; El no procede de nadie. El Hijo es engendrado por el Padre; no creado, pues es de la misma sustancia divina que el Padre. El Espíritu procede de ambos como de un solo principio, no por generación, sino por espiración. Este orden de procedencia no tiene relación con el tiempo, porque las tres Personas divinas son coeternas, existen antes del tiempo y ninguna es anterior a la otra. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son tres Personas distintas, pero son un solo Dios, porque son una sola sustancia divina, igualmente poseída por cada una de las tres Personas divinas.
El hecho de que el Dios único sea una Trinidad de Personas es un misterio de fe en sentido estricto. Esta es una verdad que nadie podría alcanzar con la sola fuerza de la razón. Ha sido revelada por Jesucristo y antes de él era desconocida.
Dios no tiene principio. Desde toda la eternidad Dios es en sí mismo una Trinidad de Personas. El Padre engendra al Hijo; el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un único principio. Un famoso himno comienza: “Oh Trinidad, luz bienaventurada y principal Unidad”. Nuestro Dios es “uno y trino”. ¿En qué está la Unidad y en qué la Trinidad? La Unidad está en que uno sólo es Dios, una sola la sustancia divina, de manera que invocando al Padre o al Hijo o al Espíritu Santo, invoco siempre al mismo único Dios. La Trinidad está en que tres son las Personas y, aunque cada una de ellas es la misma única sustancia divina, se distinguen realmente por las relaciones que las refieren unas a otras: el Padre es quien engendra, el Hijo quien es engendrado y el Espíritu Santo es quien procede. En esto se distinguen.
Este misterio era desconocido antes de Cristo. Israel había llegado al monoteísmo estricto en su fe y confesaba como el primero de los mandamientos el que dice: “Escucha Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mc 12,29-30, citado por Jesús). Pero Dios era para ellos un Dios solitario. Por eso ya en el Antiguo Testamento se insinúa la tendencia a conceder a algunos atributos divinos, como la Sabiduría y el Espíritu, una cierta entidad personal: “Yo, la Sabiduría… desde la eternidad fui fundada, desde el principio, antes que la tierra. Cuando no existían los abismos fui engendrada…” (Prov 8,22s). “Envías tu Espíritu y todas las cosas son creadas y renuevas la faz de la tierra” (Sal 104,30). El conocimiento de la intimidad de Dios, del misterio “escondido en Dios” desde toda la eternidad, fue concedido al hombre por la misión del Hijo y del Espíritu Santo al mundo.
La revelación de Dios como Padre nos es dada en tres formas: en la actitud filial de Jesús, es decir, en su obediencia perfecta como Hijo de Dios; en su modo de dirigirse a Dios como “Padre” suyo; y en su enseñanza explícita. En el Evangelio de hoy, por tres veces se refiere Jesús a sí mismo como el “Hijo de Dios” y explica su misión así: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Con su modo de llamar a Dios “Padre”, y a sí mismo “Hijo”, Jesús revela que ambos son distintos en cuanto se relacionan como Padre e Hijo; pero son uno e iguales, como resulta del testimonio de sus mismos opositores: “Los judíos trataban de matarlo porque… llamaba a Dios su propio Padre, haciendose a sí mismo igual a Dios” (Jn 5,18).
Asimismo, el Espíritu Santo fue revelado por su misión santificadora y vivificante en la Iglesia. El es enviado por el Padre y el Hijo, como había prometido Jesús a sus discípulos en la última cena: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo” (Jn 14,26). “Os conviene que yo me vaya: porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, yo os lo enviaré” (Jn 16,7). De esta manera, cuando vino el Espíritu Santo sobre los apóstoles y cuando actúa ahora continuamente en el corazón de los fieles y conduce a la Iglesia, se revela como una Persona divina distinta del Padre y del Hijo en cuanto procede de ambos.
Del seno de la Trinidad proceden todos los proyectos salvíficos, en el seno de la Trinidad no se encuentra otra cosa que el amor; allí tiene su origen el amor que nos ha sido revelado en la cruz de Cristo con tanta claridad que nos incandila. Si Dios no nos hubiera comunicado su propia vida por medio de los sacramentos, nosotros no sabríamos qué es el amor verdadero y no tendríamos experiencia de él. Del interior de Dios, de su vida intratrinitaria, fluye el amor verdadero. ¡Este amor qué pocos lo conocen! … opera la comunión con Dios y concede el conocimiento de Dios y la admisión a su intimidad.
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Llama la atención que el ser humano, para ser feliz, necesite de los demás, de otros “tú” humanos como él. Nadie puede hallar la felicidad en la soledad. Antes bien, es al quedarnos solos a lo que más le tememos, lo que menos queremos, pues una profunda tristeza y desolación nos inunda cuando nos falta alguien que nos ame y a quien podamos amar, cuando nos falta alguien que nos conozca y a quien podamos conocer de verdad, cuando nos falta esa presencia.
Mientras que la tristeza acompaña a quien se halla existencialmente solo, la alegría y la felicidad inunda el corazón de quien experimenta la comunión, la presencia del ser amado, la comunicación de las existencias. Sí, el más auténtico y profundo gozo procede de la comunión de las personas, comunión que es fruto del mutuo conocimiento y amor. Sin el otro, y sin el Otro por excelencia, la criatura humana no puede ser feliz, porque no puede realizarse verdaderamente como persona humana.
Sin duda parece muy contradictorio que la propia felicidad la encuentre uno no en sí mismo, sino “fuera de sí”, es decir, en el otro, en la comunión con el otro, mientras que la opción por la autosuficiencia, por la independencia de los demás, por no amar a nadie para no sufrir, por el propio egoísmo, aparta cada vez más del corazón humano la felicidad que busca y está llamado a vivir. Quienes siguen este camino, lamentablemente, terminan frustrados y amargados en su búsqueda, concluyendo equivocadamente que la felicidad en realidad no existe, que es una bella pero inalcanzable ilusión para el ser humano. A quienes así piensan hay que decirles que la felicidad sí existe, que el ser humano está hecho para la felicidad –es por ello que la anhela tanto y la busca con intensidad–, pero que han equivocado el camino.
¿Y por qué el Señor Jesús nos habló de la intimidad de Dios? ¿Por qué es tan importante que el ser humano comprenda algo que es tan incomprensible para la mente humana? ¿De verdad podemos comprender que Dios sea uno, y al mismo tiempo tres personas? Sin duda podemos encontrar una razón poderosa en la afirmación de Santa Catalina de Siena: «En tu naturaleza, deidad eterna, conoceré mi naturaleza.» El ser humano es un misterio para sí mismo, y «para conocer al hombre, al hombre verdadero, al hombre integral, es necesario conocer a Dios» (S.S. Pablo VI). Conocer el misterio de Dios, Comunión de Amor, es conocer mi origen, es comprender el misterio que soy yo mismo, es entender que yo he sido creado por Dios-Comunión de Amor como persona humana invitada a participar de la comunión de Personas que es Él mismo, invitada a participar de la misma felicidad que Dios vive en sí mismo.
Así pues, lo que el Señor Jesús nos ha revelado del misterio de Dios echa una luz muy poderosa sobre nuestra propia naturaleza, sobre las necesidades profundas que experimentamos, sobre la necesidad que tenemos de vivir la comunión con otras personas semejantes a nosotros para realizarnos plenamente. Creados a imagen y semejanza de Dios, necesitamos vivir la mutua entrega y acogida que viven las Personas divinas entre sí para llegar a ser verdaderamente felices. Y el camino concreto para vivir eso no es otro sino el que Jesucristo nos ha mostrado, el de la entrega a los demás, del amor que se hace don de sí mismo en el servicio a los hermanos humanos y en la reverente acogida del otro.
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Agustín: «Esta palabra es semejante a la que dijo de sí mismo: “No puedo hacer nada por mí mismo, sino que como oigo juzgo” (Jn 5,30); pero decimos que esto puede entenderse respecto a su naturaleza humana. Pero, como el Espíritu Santo no ha venido a ser creatura asumiendo la naturaleza humana, ¿de qué modo hemos de entender esto? Debemos entender que Él no existe por sí mismo. Pues, el Hijo es engendrado por el Padre, y el Espíritu Santo procede. Pero la diferencia entre engendrar y proceder, en este asunto, sería demasiado larga de explicar, y de dar ahora alguna definición ésta podría ser juzgada de precipitada. “Hablará todo lo que oyere”. Pues, para el Espíritu Santo oír es saber; y saber es ser. Puesto que no es por sí mismo, sino que es por quien procede y le viene la esencia. De ese mismo modo tiene la ciencia, y la capacidad de oír, que es nada menos que la ciencia que posee. El Espíritu Santo, pues, siempre oye porque la ciencia que posee es eterna. Así, pues, de quien Él procede, oyó, oye y oirá.»
San Agustín: «El Espíritu Santo no es, como afirman ciertos herejes, menor que el Hijo, porque el Hijo reciba del Padre y el Espíritu Santo del Hijo, como naturaleza de diferente grado. Resolviendo, pues, la cuestión, añade: “Todo lo que tiene el Padre es mío”.»
San Hilario: «El Señor no nos dejó en la duda de si el Espíritu Paráclito procedía del Padre o del Hijo. Pues, recibe del Hijo aquel que es por Él enviado, y procede del Padre. Y preguntó: ¿es lo mismo recibir del Hijo que proceder del Padre? Ciertamente que se considerará una misma cosa recibir del Hijo como si se recibiese del Padre, porque el mismo Señor dijo que todo lo que tenía el Padre era suyo. Al afirmar esto y añadir que ha de recibir de lo suyo, enseñó que las cosas recibidas venían del Padre, y que eran dadas, sin embargo, por Él, porque todas las cosas que son de su Padre son suyas. Esta unión no admite diversidad ni diferencia alguna de origen entre lo que ha sido dado por el Padre y lo que ha sido dado por el Hijo.»
S. Gregorio Nacianceno, «el Teólogo»: Ante todo, guardadme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Os la confío hoy. Por ella os introduciré dentro de poco en el agua y os sacaré de ella. Os la doy como compañera y patrona de toda vuestra vida. Os doy una sola Divinidad y Poder, que existe Una en los Tres, y contiene los Tres de una manera distinta. Divinidad sin distinción de substancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior que abaje… Es la infinita connaturalidad de tres infinitos. Cada uno, considerado en sí mismo, es Dios todo entero… Dios los Tres considerados en conjunto… No he comenzado a pensar en la Unidad cuando ya la Trinidad me baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la unidad me posee de nuevo.. (En Catecismo de la Iglesia Católica, 256)
San Agustín: Es necesario que nosotros, viendo al Creador a través de las obras que ha realizado, nos elevemos a la contemplación de la Trinidad, de la cual lleva la huella la creación en cierta y justa proporción.
San Ambrosio: También el catecúmeno cree en la cruz del Señor Jesús, con la que ha sido marcado, pero si no fuere bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, no puede recibir el perdón de los pecados ni el don de la gracia espiritual. Por eso el sirio Naamán, en la ley antigua, se bañó siete veces, pero tú has sido bautizado en el nombre de la Trinidad. Has profesado —no lo olvides— tu fe en el Padre, en el Hijo, en el Espíritu Santo. Vive conforme a lo que has hecho. (…) Recuerda tu profesión de fe en el Padre, en el Hijo, en el Espíritu Santo. No significa esto que creas en uno que es el más grande, en otro que es menor, en otro que es el último, sino que el mismo tenor de tu profesión de fe te induce a que creas en el Hijo igual que en el Padre, en el Espíritu igual que en el Hijo, con la sola excepción de que profesas que tu fe en la cruz se refiere únicamente a la persona del Señor Jesús.
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
El misterio de la Santísima Trinidad
234: El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la «jerarquía de las verdades de fe». «Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y se une con ellos».
237: La Trinidad es un misterio de fe en sentido estricto, uno de los «misterios escondidos en Dios, que no pueden ser conocidos si no son revelados desde lo alto». Dios, ciertamente, ha dejado huellas de su ser trinitario en su obra de Creación y en su Revelación a lo largo del Antiguo Testamento. Pero la intimidad de su Ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón e incluso a la fe de Israel antes de la Encarnación del Hijo de Dios y el envío del Espíritu Santo.
238: La invocación de Dios como «Padre» es conocida en muchas religiones. (…)
240: Jesús ha revelado que Dios es «Padre» en un sentido nuevo: no lo es sólo en cuanto Creador, es eternamente Padre en relación a su Hijo Único, que recíprocamente sólo es Hijo en relación a su Padre: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27).
242: Después de ellos, siguiendo la tradición apostólica, la Iglesia confesó en el año 325 en el primer Concilio Ecuménico de Nicea que el Hijo es «consubstancial» al Padre, es decir, un solo Dios con El. El segundo Concilio Ecuménico, reunido en Constantinopla en el año 381, conservó esta expresión en su formulación del Credo de Nicea y confesó «al Hijo Unico de Dios, engendrado del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre».
243: Antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío de «otro Paráclito» (Defensor), el Espíritu Santo. Este, que actuó ya en la Creación y «por los profetas», estará ahora junto a los discípulos y en ellos, para enseñarles y conducirlos «hasta la verdad completa» (Jn 16, 13). El Espíritu Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al Padre.
244: El origen eterno del Espíritu se revela en su misión temporal. El Espíritu Santo es enviado a los apóstoles y a la Iglesia tanto por el Padre en nombre del Hijo, como por el Hijo en persona, una vez que vuelve junto al Padre. El envío de la persona del Espíritu tras la glorificación de Jesús, revela en plenitud el misterio de la Santísima Trinidad.
253: La Trinidad es una. No confesamos tres dioses sino un solo Dios en tres personas: «la Trinidad consubstancial». Las personas divinas no se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios: «El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que es el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza». «Cada una de las tres personas es esta realidad, es decir, la substancia, la esencia o la naturaleza divina».
254: Las personas divinas son realmente distintas entre sí. «Dios es único pero no solitario». «Padre», «Hijo», «Espíritu Santo» no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, pues son realmente distintos entre sí: «El que es el Hijo no es el Padre, y el que es el Padre no es el Hijo, ni el Espíritu Santo el que es el Padre o el Hijo». Son distintos entre sí por sus relaciones de origen: «El Padre es quien engendra, el Hijo quien es engendrado, y el Espíritu Santo es quien procede». La Unidad divina es Trina.
255: Las personas divinas son relativas unas a otras. La distinción real de las personas entre sí, porque no divide la unidad divina, reside únicamente en las relaciones que las refieren unas a otras: «En los nombres relativos de las personas, el Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre, el Espíritu Santo lo es a los dos; sin embargo, cuando se habla de estas tres personas considerando las relaciones se cree en una sola naturaleza o substancia». En efecto, «todo es uno (en ellos) donde no existe oposición de relación». «A causa de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo».
VI. TEXTOS DE LA ESPIRITUALIDAD SODÁLITE
Hace pocos días hemos celebrado con gran gozo la fiesta de Pentecostés. Reunidos los apóstoles alrededor de Santa María, con la efusión del Espíritu Santo se revela plenamente la Santísima Trinidad. La celebración nos introduce de lleno en el misterio de Dios, Uno y Trino, y nos invita a dejar que la Tercera Persona de la Trinidad haga crecer en nosotros la vida nueva en Cristo. Es el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida, Espíritu de Verdad y de Amor, que nos abre al misterio de Dios que es Comunión de Amor y que nos invita a participar de su vida íntima. Es ésta la vida auténtica a la que estamos llamados, aquella que anhela con todo ardor nuestro corazón. Es la vida en el seno de Dios, que como recuerda bellamente San Juan, es Amor, «y el Amor que es el primer don, contiene todos los demás. Este amor “Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”».
El Espíritu había sido prometido a los Apóstoles por el mismo Señor Jesús. Para cumplir su misión el Señor les había anunciado que enviaría sobre ellos «la Promesa de mi Padre». Ellos debían permanecer en Jerusalén hasta ser «revestidos de poder desde lo Alto». ¿A qué se refería el Señor con «la Promesa del Padre», este «poder de lo Alto»? Se refería al Espíritu Santo, que Él mismo junto con el Padre envió sobre sus Apóstoles y discípulos. La misión de expandir el Evangelio de la Reconciliación a todas las culturas y a todos los pueblos es una tarea y empresa que no podían realizar solos, sino sólo con la fuerza del Espíritu divino. El Espíritu continúa su misión en la Iglesia. Precisamente, la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, «sino que es su sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar testimonio, para actualizar y extender el Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad».
APUNTES
PADRES DE LA IGLESIA