09 de Noviembre de 2014
“No conviertan en un mercado la casa de mi Padre”
I. La Palabra de Dios
Ez 47,1-2.8-9.12: “Vi que manaba agua del templo, y habrá vida dondequiera que llegue la corriente”
En aquellos días, el ángel me hizo volver a la entrada del templo.
Del zaguán del templo manaba agua hacia el levante –el templo miraba a levante-. El agua iba bajando por el lado derecho del templo, al mediodía del altar.
Me sacó por la puerta septentrional y me llevó a la puerta exterior que mira a levante. El agua iba corriendo por el lado derecho.
Me dijo:
—“Estas aguas fluyen hacia la comarca levantina, bajarán hasta la estepa, desembocarán en el mar de las aguas salobres, y lo sanearán. Todos los seres vivos que bullan allí donde desemboque la corriente, tendrán vida; y habrá peces en abundancia. Al desembocar allí estas aguas, quedará saneado el mar y habrá vida dondequiera que llegue la corriente.
A la vera del río, en sus dos riberas, crecerán toda clase de frutales; no se marchitarán sus hojas ni sus frutos se acabarán; darán cosecha nueva cada luna, porque los riegan aguas que manan del santuario; su fruto será comestible y sus hojas medicinales.”
Sal 45: “El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios, el Altísimo consagra su morada”
1Cor 3,9.11.16-17: “Sois templo de Dios”
Hermanos:
Sois edificio de Dios. Conforme al don que Dios me ha dado, yo, como hábil arquitecto, coloqué el cimiento, otro levanta el edificio. Mire cada uno como construye.
Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo.
¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?
Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros.
Jn 2,13-22: “Hablaba del templo de su cuerpo”
Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo:
—“Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.”
Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: “El celo de tu casa me devora.”
Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron:
—“¿Qué signos nos muestras para obrar así?”
Jesús contestó:
—“Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.”
Los judíos replicaron:
—“Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?”
Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.
II. APUNTES
El 9 de noviembre la Iglesia celebra en todo el mundo la consagración y dedicación de un templo que se encuentra en Roma, un edificio consagrado a Dios para su alabanza. ¿Pero por qué en el mundo entero se celebra la dedicación de este templo? ¿Por qué es tan importante? Para comprender las razones es necesario comprender su valor histórico.
A principios del siglo IV Constantino, el primer emperador romano convertido al cristianismo, puso fin a un largo período de persecución en la historia de la Iglesia. Fue él quien en aquella época le entregó al Papa el Palacio lateranense como lugar de residencia, así como para edificar allí la primera basílica de la cristiandad. El término “basílica” proviene del latín basílica que a su vez deriva del griego basiliké, que significa “regia” o “real”, una elipsis de la expresión basiliké oikía que quiere decir “casa real”. En la Roma de aquellos siglos se llamaba basílica a los regios edificios públicos que servían de tribunales en los que se impartía justicia o como lugar de reunión y de contratación, y al lado de otros edificios públicos importantes flanqueaban los foros. Muchos de estos edificios romanos serían transformados posteriormente en templos cristianos, o nuevos templos serían construidos en forma basilical, constituyéndose éstas en el lugar usual para la alabanza divina. Hoy en día llevan el título de basílicas las iglesias notables o que gozan de ciertos privilegios.
Por mucho tiempo la Basílica de San Juan de Letrán, cuyo título completo es “Archibasílica del Santísimo Salvador y de los santos Juan Bautista y Evangelista en Letrán”, sería el centro de la vida cristiana de los ciudadanos romanos. Una vez edificada, la primera basílica del mundo entero fue dedicada al Salvador del mundo, y por ser el primer templo de su naturaleza recibió el título que hoy se lee en sus muros: “Omnium Urbis et Orbis Ecclesiarum Mater et Caput”, “Madre y cabeza de todas las Iglesias de la ciudad (de Roma) y del mundo”.
La Basílica de Letrán es la iglesia más antigua y la primera en rango entre las cuatro basílicas “patriarcales” de Roma, siendo las otras San Pedro, San Pablo Extramuros y Santa María la Mayor. La de San Juan de Letrán, y no la de San Pedro como se podría pensar, es en realidad la catedral del Obispo de Roma, el Papa.
Según una tradición que data del siglo XII, el aniversario de la dedicación de la basílica de Letrán se celebra el día 9 de noviembre. Esta celebración fue primero una fiesta de la ciudad de Roma, pero más tarde se extendió a toda la Iglesia de rito romano con el fin de honrar aquella basílica y también en señal de amor y de unidad para con la cátedra de Pedro que, como escribió San Ignacio de Antioquia, “preside a todos los congregados en la caridad”.
En esta solemnidad la liturgia nos propone lecturas relativas al templo: del lado derecho del templo brota, en la visión de Ezequiel, un agua viva y vivificante (1ª. lectura). El Señor en el Evangelio habla del templo de su cuerpo: “Destruid este templo –dice a los judíos que le preguntan por un signo que avale su actuación- y en tres días lo levantaré.” Del costado de este “templo” brotará, junto con Su sangre, el agua que purifica(ver Jn 19,34), que devuelve la vida, agua en que los santos padres vieron el signo del sacramento del Bautismo (ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1225). El Señor mismo había ofrecido un agua viva a todo aquel que creyese en Él, un agua que no sólo saciaría su sed de Infinito, su sed de Dios, sino que además se convertiría en el creyente “en fuente de agua que brota para vida eterna” (Jn 4,14). En efecto, el Señor había anunciado que “de su seno correrán ríos de agua viva” (Jn 7,38), así como agua viva corría del interior de aquel templo visto por Ezequiel en la visión.
Es así que todo hombre o mujer que creen en el Señor y beben del agua que Él ofrece se convierten ellos mismos en templos vivos de los que manan ríos de agua viva y vivificante. De allí que pregunte el Apóstol a los creyentes: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (2ª. lectura). Este templo, que es cada creyente, se levanta sobre el cimiento puesto por Dios mismo: “Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo”. Él es la piedra angular de la construcción divina. De este modo cada creyente, templo en sí mismo del Espíritu divino, es a su vez una piedra viva de otro templo, del que Cristo es el fundamento: el templo de Su Iglesia. En efecto, como enseña S.S. Benedicto XVI, “la iglesia-edificio es signo concreto de la Iglesia-comunidad, formada por las ‘piedras vivas’, que son los creyentes, imagen tan querida a los Apóstoles. San Pedro y San Pablo ponen de relieve como la ‘piedra angular’ de este templo espiritual es Cristo y que, unidos a Él y bien compactos, también nosotros estamos llamados a participar en la edificación de este templo vivo”.
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Al entrar en el Templo de Jerusalén el Señor Jesús manifiesta, con sus palabras y con sus acciones, un “celo” que le “devora”: es su amor apasionado al Padre el que le hace reaccionar con fuerza contra todo aquello que convierte la Casa de su Padre en un mercado. Una intensa pasión de amor hace no que se ofusque o pierda los papeles, sino que vea con claridad lo que otros no ven y que actúe con vigor para remediar la situación: el lugar sagrado ha sido convertido en un lugar de negocios, en un sucio mercado. El amor al Padre le lleva a arrojar fuera del templo todo lo que degrada la dignidad de este lugar. El Señor Jesús, sin contemplaciones, purifica el lugar que es la morada de Dios entre los hombres.
«El celo, en cualquier sentido que se lo tome —dice Santo Tomás—, sale a relucir debido a la intensidad del amor. Ya que es evidente que mientras más intensidad se le imprime a cualquier cosa, mayor es el vigor con que se sostiene frente a una oposición o resistencia. (…) Un hombre se dice ser celoso en beneficio de Dios, cuando se esfuerza, al máximo de sus capacidades, para oponerse a cualquier cosa que es contrario al honor o la voluntad de Dios.» Es así como obra el Señor Jesús, movido por este celo, por este amor apasionado al Padre.
¿Qué me enseña el Señor Jesús? Un amor apasionado por el Padre que le lleva a defender su Casa, a limpiarla y purificarla de todo aquello que la hace indigna, que la convierte en un “mercado” sucio y bullicioso. Un amor apasionado por el ser humano, un amor que llevado hasta el extremo (Jn 13,1) le hace entregar su propia vida para limpiar y purificar el templo que es todo hombre con su propia Sangre: «¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1Cor 3,16). Cristo ha venido a devolver a ese templo —que es el ser humano— su grandeza y dignidad, su condición de casa de oración, es decir, lugar de diálogo y de encuentro del hombre con el Tú divino, lugar de Comunión con Dios: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).
La realidad visible de un templo de piedra nos lleva a reflexionar sobre aquel otro templo que somos nosotros mismos. ¿Cuántas veces termino convirtiendo este templo de mi propio cuerpo en un “mercado” por consentir mis vicios, por ceder a mis concupiscencias y pasiones desordenadas, por cometer pecados concretos y por la “bulla” interior que todo ello me genera? La maestría o perfecto señorío sobre las pasiones que cada uno de nosotros está llamado a ejercer en sí mismo implica, como nos muestra el Señor Jesús, el uso de la ira o del odio para rechazar el pecado así como del amor para adherirse plenamente al Señor que es nuestra Vida. ¿Odio el pecado que está en mí? ¿Soy radical y firme para huir de las ocasiones de pecado y rechazar las tentaciones que se me presentan a diario? ¿Procuro —implorando incesantemente la gracia de Dios y abriéndome a ella— “arrojar del templo” o despojarme uno a uno de todos mis vicios para revestirme de las virtudes opuestas a esos vicios y asemejarme así cada día más al divino modelo, al hombre perfecto que es el Señor Jesús?
Sí, por amor a Diosdebemos arrojar también nosotros, del templo que somos nosotros mismos, a todos aquellos “mercaderes” y “cambistas” que son nuestros vicios y pecados, con el mismo celo que mostró el Señor.
Asimismo, con mucha caridad, con paciencia y con la necesaria firmeza cuando sea necesario, debemos ayudar a nuestros hermanos en la fe a purificar el templo de sus propios cuerpos enseñándoles con la palabra y con el ejemplo, exhortándolos y alentándolos a vencer el mal con el bien. Nadie puede desentenderse del destino de su hermano o hermana cuando ve que se deja seducir por el mal y engañar por la ilusión. El amor a Dios nos hace responsables los unos de los otros.
El celo por la casa de Dios que es todo ser humano debe llevarme asimismo a reaccionar con firmeza y hacer frente a todos aquellos que hacen de la vida humana un “mercado”, un “negocio”, rebajando la dignidad de los seres humanos con tal de sacar provecho para sí, para los proyectos que corresponden a una “cultura de muerte”. Sí, «Cristo alza su voz también contra los “vendedores del templo” de nuestra época, es decir, contra cuantos convierten el mercado en su “religión” hasta ofender, en nombre del “dios‑poder y del dios-dinero”, la dignidad de la persona humana con abusos de todo tipo. Pensemos, por ejemplo, en la falta de respeto a la vida, hecha objeto a veces de peligrosos experimentos, pensemos en la contaminación ecológica, la comercialización del sexo, el tráfico de drogas y la explotación de los pobres y los niños» (S.S. Juan Pablo II).
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Cesáreo de Arlés:
Hoy, hermanos muy amados, celebramos con gozo y alegría, por la benignidad de Cristo, la dedicación de este templo; pero nosotros debemos ser el templo vivo y verdadero de Dios. Con razón, sin embargo, celebran los pueblos cristianos la solemnidad de la Iglesia madre, ya que son conscientes de que por ella han renacido espiritualmente. (…)
Todos nosotros… después del Bautismo nos convertimos en templos de Cristo. Y, si pensamos con atención en lo que atañe a la salvación de nuestras almas, tomamos conciencia de nuestra condición de templos verdaderos y vivos de Dios. Dios habita no sólo en templos levantados por los hombres ni en casas hechas de piedra y de madera, sino principalmente en el alma hecha a imagen de Dios y construida por Él mismo, que es su arquitecto. Por esto dice el apóstol Pablo: El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros.
Y, ya que Cristo, con su venida, arrojó de nuestros corazones al demonio para prepararse un templo en nosotros, esforcémonos al máximo, con su ayuda, para que Cristo no sea deshonrado en nosotros por nuestras malas obras. Porque todo el que obra mal deshonra a Cristo. (…)
Por esto, nosotros, carísimos, si queremos celebrar con alegría la dedicación del templo, no debemos destruir en nosotros, con nuestras malas obras, el templo vivo de Dios. Lo diré de una manera inteligible para todos: debemos disponer nuestras almas del mismo modo como deseamos encontrar dispuesta la iglesia cuando venimos a ella.
¿Deseas encontrar limpia la basílica? Pues no ensucies tu alma con el pecado. Si deseas que la basílica esté bien iluminada, Dios desea también que tu alma no esté en tinieblas, sino que sea verdad lo que dice el Señor: que brille en nosotros la luz de las buenas obras y sea glorificado aquel que está en los Cielos. Del mismo modo que tú entras en esta iglesia, así quiere Dios entrar en tu alma, como tiene prometido: Habitaré en medio de ellos y andaré entre ellos.
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
El Señor Jesús y el Templo
583: Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento. A la edad de doce años, decidió quedarse en el Templo para recordar a sus padres que se debía a los asuntos de su Padre. Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos con ocasión de la Pascua; su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías.
584: Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado. Si expulsa a los mercaderes del Templo es por celo hacia las cosas de su Padre: «No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: “El celo por tu Casa me devorará” (Sal 69,10)» (Jn 2,16-17). Después de su Resurrección, los apóstoles mantuvieron un respeto religioso hacia el Templo.
585: Jesús anunció, no obstante, en el umbral de su Pasión, la ruina de ese espléndido edificio del cual no quedará piedra sobre piedra. Hay aquí un anuncio de una señal de los últimos tiempos que se van a abrir con su propia Pascua. Pero esta profecía pudo ser deformada por falsos testigos en su interrogatorio en casa del sumo sacerdote y serle reprochada como injuriosa cuando estaba clavado en la Cruz.
586: Lejos de haber sido hostil al Templo donde expuso lo esencial de su enseñanza, Jesús quiso pagar el impuesto del Templo asociándose con Pedro, a quien acababa de poner como fundamento de su futura Iglesia. Aún más, se identificó con el Templo presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres. Por eso su muerte corporal anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación: «Llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre» (Jn 4,21).
La Iglesia, templo vivo de Dios
756: «También muchas veces a la Iglesia se la llama construcción de Dios. El Señor mismo se comparó a la piedra que desecharon los constructores, pero que se convirtió en la piedra angular. Los apóstoles construyen la Iglesia sobre ese fundamento, que le da solidez y cohesión. Esta construcción recibe diversos nombres: casa de Dios en la que habita su familia, habitación de Dios en el Espíritu, tienda de Dios con los hombres (Ap 21,3), y sobre todo, templo santo. Representado en los templos de piedra, los Padres cantan sus alabanzas, y la liturgia, con razón, lo compara a la ciudad santa, a la nueva Jerusalén. En ella, en efecto, nosotros como piedras vivas entramos en su construcción en este mundo. San Juan ve en el mundo renovado bajar del cielo, de junto a Dios, esta ciudad santa arreglada como una esposa embellecida para su esposo (Ap 21,1-2)».
APUNTES
PADRES DE LA IGLESIA