10 de Mayo de 2015
“Éste es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado”
I. La Palabra de Dios
Hech 10, 25-26.34-35.44-48: “El don del Espíritu Santo se ha derramado también sobre los gentiles”
Cuando iba a entrar Pedro en casa del centurión Cornelio, salió éste a su encuentro y se echó a sus pies a modo de homenaje, pero Pedro lo alzó, diciendo:
— «Levántate, que soy un hombre como tú».
Pedro tomó la palabra y dijo:
— «Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea».
Todavía estaba hablando Pedro, cuando descendió el Espíritu Santo sobre todos los que escuchaban sus palabras.
Al oírlos hablar en lenguas extrañas y proclamar la grandeza de Dios, los creyentes circuncisos, que habían venido con Pedro, se sorprendieron de que el don del Espíritu Santo se derramara también sobre los paganos.
Pedro añadió:
— «¿Se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?»
Y mandó bautizarlos en el nombre de Jesucristo.
Le rogaron que se quedara unos días con ellos.
Sal 97, 1-4: “El Señor revela a las naciones su salvación”
Canten al Señor un cántico nuevo,
porque ha hecho maravillas;
su diestra le ha dado la victoria,
su santo brazo.
El Señor da a conocer su victoria,
revela a las naciones su justicia:
se acordó de su misericordia
y su fidelidad a favor de la casa de Israel.
Los confines de la tierra han contemplado
la victoria de nuestro Dios.
Aclama al Señor, tierra entera;
griten, vitoreen, toquen.
1Jn 4, 7-10: “Dios es Amor: amémonos unos a otros con el amor que procede de Dios”
Queridos hermanos:
Amémonos unos a otros, porque el amor procede de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios.
Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor.
En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de Él.
En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados.
Jn 15, 9-17: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
— «Como el Padre me ha amado, así los he amado yo; permanezcan en mi amor.
Si guardan mis mandamientos, permanecerán en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.
Les he hablado de esto para que mi alegría esté en ustedes, y su alegría llegue a plenitud.
Éste es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado.
Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando.
Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a ustedes los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre.
No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los he elegido y los he destinado para que vayan y den fruto, y su fruto dure.
De modo que lo que pidan al Padre en mi nombre Él se lo concederá.
Esto les mando: que se amen unos a otros».
II. APUNTES
El pasaje del Evangelio de este Domingo es continuación de la parábola de la vid y los sarmientos (Domingo anterior). El Señor desarrolla en esta sección algunos de los temas desarrollados en la primera parte, en la que habla de la relación que debe existir entre Él y sus discípulos: el discípulo debe permanecer en Cristo y Cristo en Él, para dar fruto abundante y con ello gloria al Padre.
Esa permanencia que el Señor pide a sus discípulos es una permanencia en su amor. ¿Cómo permanecer en su amor? ¿Cuál es la clave de esa permanencia? La obediencia: «si guardan mis mandamientos, permanecerán en mi amor».
Guardar su palabra o sus mandamientos es un tema crucial en la predicación del Señor, recogido por San Juan (ver Jn 8, 51; 12, 47; 14, 21.24; 1Jn 2, 3-5; 3, 24). La palabra griega que se traduce por “guardar” entraña el sentido tanto de cuidar o conservar algo para que no se deteriore o sufra daño, como también observar o cumplir aquello que la Ley manda. Así, por ejemplo, cuando en el Evangelio de San Juan leemos que los judíos acusaban a Jesús de no guardar el sábado (ver Jn 9, 16), entendemos que lo que querían decir los fariseos era que a su juicio el Señor desobedecía la Ley por incumplir alguna de las normas que según ellos debía observarse en sábado.
Los discípulos deben acoger los mandamientos del Señor con avidez, atesorarlos y custodiarlos amorosamente en sus mentes y corazones, para observarlos y ponerlos en práctica. Su enseñanza debe llegar a ser para todo discípulo la norma de vida y conducta.
Al invitarlos a guardar sus mandamientos el Señor se coloca a sí mismo por encima de la Ley de Moisés. Con el Señor Jesús la antigua Ley da paso a la nueva Ley (ver Jn 13, 34). Jesús la lleva a su plenitud: «Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1, 17).
Por tanto, es guardando sus mandamientos como los discípulos permanecerán en el amor del Señor, «lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor». La medida y modelo de la permanencia de los discípulos en el amor del Señor es Su permanencia en el amor del Padre a través de su obediencia filial a Él. Cristo, el Hijo, permanece en el amor de su Padre porque hace lo que el Padre le manda: «ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14, 31). También en Él, el modelo del hombre perfecto, el amor y la obediencia están íntimamente unidos.
El Señor Jesús manifiesta que su obediencia al Padre y su permanencia en el amor del Padre por medio de esta amorosa obediencia son, para Él, la fuente de una alegría y gozo infinito. El anhelo y deseo de que también sus discípulos experimenten ese mismo gozo lo impulsa a revelarles la fuente de la felicidad humana, dónde hallarla y cómo alcanzarla: la alegría en plenitud, la anhelada felicidad, la encuentra el ser humano en la permanencia en el amor del Señor, por medio de la obediencia a Él. Lo que es causa de plena alegría para el Hijo, es también causa de alegría suprema para los discípulos, quienes por su adhesión y permanencia en el Hijo entran a participar de aquella misma comunión de amor que el Hijo vive con el Padre y es la fuente de su gozo pleno.
Inmediatamente el Señor Jesús proclama aquello que deben poner por obra para alcanzar la plenitud del gozo y alegría: amarse unos a otros «como yo los he amado». El Señor se pone a sí mismo como medida y modelo del amor que deben vivir sus discípulos. En realidad, Él es la medida del verdadero amor humano. No hay amor más perfecto que el amor de Cristo, un amor que se manifiesta en el libre y total don de sí mismo: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos». Esta definición del amor supremo refleja su mirada interior, puesta ya en su próxima Pasión, y revela el motivo de su inminente entrega en la Cruz: el amor por los discípulos y amigos, un amor llevado a su máxima expresión, un amor llevado «hasta el extremo» (Jn 13, 1).
A partir de entonces es éste el mandamiento que resume todos los demás, llevándolos a su plenitud. Quien ama como Cristo, con sus mismos amores, cumple con la Ley entera, porque amará a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo (ver Mc 12, 28-31).
En la segunda lectura San Juan exhorta a vivir este mutuo amor a quienes en Jesucristo han abierto sus mentes y corazones al amor de Dios. Dios mismo, escribe el apóstol, “es amor”. Quien afirma que lo conoce, quien cree en Él, ama a sus hermanos humanos con el mismo amor que viene de Dios.
El amor de Dios no hace distinciones (1ª. lectura). Dios es Padre de todos, y quiere que todos lleguen a participar de su Comunión divina de amor (ver 1Tim 2,4). Si en la historia eligió a un pueblo, fue para que, llegada la plenitud de los tiempos, pudiese manifestar por medio de él su salvación a todas las naciones (ver Catecismo de la Iglesia Católica, 781; ver Lc 2, 30-32; 24,47). El don de la reconciliación, el amor derramado en los corazones por el Espíritu Santo (ver Rom 5, 5), es un regalo para todos por igual, judíos o gentiles. Pedro y los apóstoles así lo entienden y proclaman.
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Hemos sido creados por el Amor, para el amor, para amar y ser amados. El amor es nuestra vocación más profunda. Por ello, como gran conocedor del corazón humano, afirmaba el querido Papa Juan Pablo II, de santa memoria: «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre» (Redemptor hominis, 10).
Así, pues, en medio de tanta confusión sobre lo que es el amor verdadero, en medio de tantos egoísmos que se disfrazan de amor, en una sociedad en la que el amor parece que no pasa de ser un sentimiento o pasión de momento y que no implica ningún compromiso duradero, ¿quién puede enseñarnos a amar verdaderamente? ¿Quién puede mostrarnos el amor auténtico?
Puede enseñarnos a amar verdaderamente, con un amor plenamente humano, con un amor que nos realice, Aquel de quien nos viene la capacidad y la vocación de amar, Aquel que ha sembrado en lo más profundo de nuestro ser esa necesidad de amar y ser amados, Aquel que es Él mismo Amor: Dios, que en Jesucristo se ha hecho hombre como nosotros, amándonos hasta el extremo de dar la vida por nosotros, enseñándonos cómo se ama de verdad, enseñándonos el amor verdadero, invitándonos a amar como Él nos ha amado.
Del Señor Jesús aprendemos la donación sin reservas de nosotros mismos en el amor. Es Él —quien le muestra al hombre la verdad sobre su propia identidad— el camino para el amor verdadero que es la plenitud de nuestra vida. Él es el Maestro y la Fuente del auténtico amor humano, un amor que es exigente, comprometido, fiel, un amor que es para siempre, para toda la eternidad, un amor que es la fuente de la realización y de la felicidad del ser humano.
Así, pues, ¿quieres amar de verdad? ¿Quieres ser amado de verdad? ¿Quieres, por el amor, llegar a ser hombre o mujer de verdad? ¡Mira a Cristo! ¡Escucha a Cristo! ¡Aprende de Cristo! ¡Nútrete del amor de Cristo! ¡Ama como Cristo, a Dios y a tus hermanos humanos! ¡Que Él, y no otros “modelos”, sea la medida de tu amor!
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Basilio Magno: «El amor de Dios no es algo que pueda aprenderse con unas normas y preceptos. Así como nadie nos ha enseñado a gozar de la luz, a amar la vida, a querer a nuestros padres y educadores, así también, y con mayor razón, el amor de Dios no es algo que pueda enseñarse, sino que desde que empieza a existir este ser vivo que llamamos hombre es depositada en él una fuerza espiritual, a manera de semilla, que encierra en sí misma la facultad y la tendencia al amor. Esta fuerza seminal es cultivada diligentemente y nutrida sabiamente en la escuela de los divinos preceptos y así, con la ayuda de Dios, llega a su perfección».
San Agustín: «Os doy el mandato nuevo: que os améis mutuamente, no con un amor que degrada, ni con el amor con que se aman los seres humanos por ser humanos, sino con el amor con que se aman porque están deificados y son hijos del Altísimo, de manera que son hermanos de su Hijo único y se aman entre sí con el mismo amor con que Cristo los ha amado, para conducirlos hasta aquella meta final en la que encuentran su plenitud y la saciedad de todos los bienes que desean. Entonces, en efecto, todo deseo se verá colmado, cuando Dios lo será todo en todas las cosas. Este amor es don del mismo que afirma: Como yo os he amado, para que vosotros os améis mutuamente. Por esto nos amó, para que nos amemos unos a otros; con su amor nos ha otorgado el que estemos unidos por el amor mutuo y, unidos los miembros con tan dulce vínculo, seamos el cuerpo de tan excelsa cabeza».
San Cirilo de Alejandría: «El Señor —queriendo enseñarnos la necesidad que tenemos de estar unidos a Él por el amor, y el gran provecho que nos proviene de esta unión— se da a sí mismo el nombre de vid, y llama sarmientos a los que están injertados y como introducidos en Él, y han sido hechos ya partícipes de su misma naturaleza por la comunicación del Espíritu Santo (ya que es el santo Espíritu de Cristo quien nos une a Él). (…) Hemos sido regenerados por Él y en Él, en el Espíritu, para que demos frutos de vida, no de aquella vida antigua y ya caduca, sino de aquella otra que consiste en la novedad de vida y en el amor para con Él. Nuestra permanencia en este nuevo ser depende de que estemos en cierto modo injertados en Él, de que permanezcamos tenazmente adheridos al santo mandamiento nuevo que se nos ha dado, y nos toca a nosotros conservar con solicitud este título de nobleza, no permitiendo en absoluto que el Espíritu que habita en nosotros sea contristado en lo más mínimo, ya que por Él habita Dios en nosotros».
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
El nuevo mandamiento de Cristo
2822: La voluntad de nuestro Padre es «que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tim 2, 3-4). El «usa de paciencia, no queriendo que algunos perezcan» (2 P 3, 9). Su mandamiento que resume todos los demás y que nos dice toda su voluntad es que «nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado» (Jn 13, 34).
1823: Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo. Amando a los suyos «hasta el fin» (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9). Y también: «Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15, 12).
1824: Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: «Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (Jn 15, 9-10).
1825: Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía enemigos. El Señor nos pide que amemos como Él hasta a nuestros enemigos (ver Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano (ver Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (ver Mc 9, 37) y a los pobres como a Él mismo (ver Mt 25, 40.45).
1826: «Si no tengo caridad —dice también el Apóstol— nada soy…». Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud misma… «si no tengo caridad, nada me aprovecha» (1Cor 13, 1-4). La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad» (1Cor 13, 13).
De Cristo hemos de aprender a amar
459: El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí…» (Mt 11, 29). «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración, ordena: «Escuchadle» (Mc 9, 7). Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo.
VI. TEXTOS DE LA ESPIRITUALIDAD SODÁLITE
Dios quiere que demos frutos, y en abundancia. Ese «prender fuego al mundo entero» nos habla de la urgencia de anunciar al Señor Jesús, de la radicalidad de nuestra decisión, y también del frío y muerte que reinan en muchos lugares del mundo y en los corazones humanos.
Anunciarlo en primera persona, es testimoniar mi encuentro personal, configurante y convencido con el Señor Jesús. No se trata de comunicar una idea, una teoría o menos convincente aún, una hipótesis. Se trata de contarle a los demás lo más importante que tengo en mi vida, lo más decisivo, que es el hecho de ser cristiano, de estar en camino a la santidad buscando ser como Cristo.
La fidelidad a mi vocación, al llamado universal a la santidad, y a la vocación concreta a la que Dios me invita a recorrer ese camino de conformación con el Señor Jesús, es el requisito indispensable para dar verdaderos frutos en mi vida.
A veces trabajamos, estudiamos, hacemos muchas cosas a la espera de ver los frutos. Así como el labrador siembra, trabaja la tierra, la riega, y espera, hasta poder ver los frutos, es una experiencia muy humana el querer palpar, constatar que nuestros esfuerzos, en cualquiera y todos los ámbitos de nuestra vida, tienen sentido, y la búsqueda de sentido la «comprobamos» a través de los éxitos, resultados, premios, logros obtenidos.
En la lógica cristiana, estamos invitados a pensar, sentir y vivir de forma distinta. Podemos hablar de renuncia a los frutos, pero no significa el no querer los frutos del trabajo y el apostolado, sino el no vivir apegados a ellos, como si fueran nuestros, como si la medida de nuestra felicidad se midiese a través de cifras, felicitaciones o tareas cumplidas.
Dar frutos no es otra cosa que ser fieles. No buscamos vivir con una actitud escéptica o indiferente ante la realidad. Sin embargo, no podemos poner nuestra valoración personal en los logros alcanzados humanamente. Aquí se trata de encontrar un sano equilibrio, en el que nos alegramos por los frutos de nuestra oración, apostolado y servicio, pero a la vez, no creernos los dueños ni los principales autores de ellos.
La frase del Señor Jesús en el sentido de «ir y dar fruto» nos habla de lo fundamental del ser apóstol y que la expresión griega apostoloi del cual viene el término, lo señala muy bien: «ser enviado».
Ser apóstoles no nos viene ni por nuestra iniciativa, ni por nuestro mérito. Tampoco nos bastamos a nosotros mismos, y menos nos anunciamos a nosotros. El corazón del apóstol es reconocerse amado, llamado y enviado por Dios, para una misión que Dios nos da, para realizarla como instrumento suyo.
Ir y dar fruto es la invitación que recibimos de Dios, y que libremente queremos acoger, sabiendo que «llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros»[9].
Nuestro Fundador en innumerables ocasiones nos ha recordado e invitado al encuentro personal con el Señor, y a ser sus apóstoles, como en la I Asamblea del MVC: «Nadie da lo que no tiene. Se trata de anunciar a Cristo en primera persona, esto es, desde la experiencia personal, a la persona del Señor Jesús. Se trata de dar testimonio del Señor, lo que comporta conocerlo»[10].
(Camino hacia Dios #180)
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