14 de Junio de 2015
“Dios obra el crecimiento”
I. La Palabra de Dios
Ez 17, 22-24: “Humilla los árboles altos y eleva los árboles humildes”
Así dice el Señor Dios:
— «Arrancaré una rama del alto cedro y la plantaré. De sus ramas más altas arrancaré una tierna y la plantaré en la cima de un monte elevado; la plantaré en la montaña más alta de Israel, para que eche brotes y dé fruto y llegará a ser un cedro magnífico.
Anidarán en él aves de toda pluma, anidarán al abrigo de sus ramas. Y todos los árboles silvestres sabrán que yo soy el Señor, que humilla los árboles altos y eleva los árboles humildes, que seca los árboles lozanos y hace florecer los árboles secos.
Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré».
Sal 91, 2-3.13-16: “Es bueno darte gracias, Señor”
Es bueno dar gracias al Señor
y tocar para tu nombre, oh Altísimo,
proclamar por la mañana tu misericordia
y de noche tu fidelidad.
El justo crecerá como una palmera,
se alzará como un cedro del Líbano;
plantado en la casa del Señor,
crecerá en los atrios de nuestro Dios.
En la vejez seguirá dando fruto
y estará lozano y frondoso,
para proclamar que el Señor es justo,
que en mi Roca no existe la maldad.
2 Cor 5, 6-10: “En destierro o en patria, nos esforzamos en agradar al Señor”
Hermanos:
Siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras vivimos en este cuerpo, estamos desterrados lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados por la fe.
Y es tal nuestra confianza, que preferimos desterrarnos del cuerpo y vivir junto al Señor.
Por lo cual, en destierro o en patria, nos esforzamos en agradarle.
Porque todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo para recibir premio o castigo por lo que hayamos hecho mientras teníamos este cuerpo.
Mc 4, 26-34: “La semilla más pequeña se hace más alta que las demás hortalizas”
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
— «El Reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la cosecha».
Dijo también:
— «¿Con qué podemos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Es como un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden cobijarse y anidar en ella».
Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.
II. APUNTES
Nos encontramos con dos parábolas en las que el Señor habla del crecimiento del “Reino de Dios”.
Con la primera comparación resalta su crecimiento silencioso y continuo, casi inevitable. La explicación de la parábola no fue recogida en el Evangelio, ya sea porque Cristo mismo no la explicó o porque el evangelista no consideró necesaria su transmisión, debido a su fácil o conocida interpretación.
El Señor enseña que el Reino prometido por Dios y esperado por los judíos, el Reino que sería instaurado por medio de su Mesías, tendrá un inicio muy sencillo, hasta insignificante. A partir de ese inicio, una vez que la semilla ha sido sembrada, posee un dinamismo propio, desarrollándose por sí mismo, “automáticamente” (el evangelista utiliza la palabra griega autómate). Independientemente de la acción o inacción del agricultor, ya duerma o se levante, “la tierra da el fruto por sí misma”. No será el hombre quien haga germinar o desenvolverse la simiente o el Reino, aun cuando ciertas condiciones externas sean necesarias para favorecer su germinación y crecimiento, sino la misma fuerza intrínseca que portan. San Pablo comprende bien esta realidad cuando escribe: «¿Qué es, pues Apolo? ¿Qué es Pablo?… ¡Servidores, por medio de los cuales ustedes han creído!, y cada uno según lo que el Señor le dio. Yo planté, Apolo regó; mas fue Dios quien dio el crecimiento» (1Cor 3, 5-6).
Así pues, el Reino de Dios, una vez inaugurado por el Señor Jesús con su presencia y predicación, con el tiempo llegará necesariamente a su madurez. Nada ni nadie podrá detener su desarrollo y despliegue, y con el paso del tiempo la semilla producirá una cosecha abundante. Entonces, «cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la cosecha».
Para hablar del inicio “insignificante” de este Reino —insignificante a los ojos humanos—, el Señor añade otra parábola, en la que compara al Reino de Dios con una semilla de mostaza, «la semilla más pequeña» de todas las conocidas en la Palestina.
Las semillas de mostaza, en efecto, son pequeñísimas. Redondas y de consistencia dura, tienen entre uno a dos milímetros de diámetro. Al caer en tierra y desarrollarse, llega a ser «más alta que las demás hortalizas», llegando a convertirse en un árbol de entre tres y cuatro metros de altura. En esto consiste justamente la lección del Señor, la enseñanza que quiere transmitir: de lo más pequeño el Reino de Dios pasará a ser lo más grande. Aunque en sus comienzos serán pocos los que lo acepten, llegarán a ser multitudes. A ello se refiere el Señor cuando dice que «echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden cobijarse y anidar en ella». En efecto, la imagen de un árbol que crece y sirve de cobijo a las aves del cielo ya había sido utilizada como metáfora para referirse a los súbditos del Reino que Dios establecerá por encima de los demás (ver 1a. lectura; así también Ez 31, 6; Dan 4, 10ss;).
El Reino de Dios, en el Señor Jesús, tuvo un inicio aparentemente insignificante. Mas la fuerza y potencia que esta “semilla” (ver Jn 12, 34) escondía a los ojos humanos, manifestada en su Resurrección, han llevado al Reino de Dios a un crecimiento espectacular a lo largo de los siglos. Ese Reino es la Iglesia, que a lo largo de los siglos ha cobijado en sus ramas a hombres y mujeres de toda nación, raza o cultura.
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Aun cuando en nuestros días se tenga el conocimiento científico apropiado que permita comprender el proceso bio-químico que hace que una semilla brote, crezca y produzca fruto, en el fondo el dinamismo y despliegue de la vida sigue siendo un misterio para el hombre. Más aun lo es el crecimiento de la semilla divina sembrada en el campo del corazón de quien la acoge con fe. Por más que sea imperceptible, el crecimiento se lleva a cabo. Por más que uno “duerma”, el crecimiento y maduración sigue su proceso, “sin que uno sepa cómo”.
Esta realidad espiritual ciertamente no constituye una invitación al ocio, a desentenderse de acción alguna, a cruzarse de brazos en el empeño por la propia santificación. ¡De ninguna manera! A la semilla se le deben garantizar condiciones apropiadas para su crecimiento y maduración. Eso es lo que le toca al agricultor: preparar bien la tierra, abonarla, regarla, y luego, proteger los brotes y la planta de cualquier agente externo que pueda dañarla o destruirla. Si por su esforzado trabajo el agricultor proporciona las condiciones adecuadas, el crecimiento de la semilla se dará por su propia potencialidad, por la fuerza y virtud contenidas en la semilla. En la vida espiritual la acción que produce el crecimiento y transformación interior es ciertamente de Dios, obra de su gracia, pero también cooperación humana es necesaria para que esa semilla de la vida divina encuentre tierra buena en la que se pueda desplegar. La potencia del amor y de la gracia divina jamás obrará en contra de la libertad humana, requiere de nuestra generosa cooperación, aún cuando en comparación con la acción divina la acción humana sea insignificante.
Dado que el crecimiento del Reino de Dios en nosotros depende de Dios, presupuesta nuestra cooperación, en cuanto que Él es quien da el crecimiento, no podemos pretender imponer el ritmo nosotros mismos. ¿Cuántas veces nos desalentamos porque “no crecemos espiritualmente como quisiéramos”, porque “en vez de avanzar parece que retrocedo”, porque “esta debilidad ya debería haberla superado hace mucho”, porque a estas alturas “ya debería ser santo”? ¿Somos nosotros quienes marcamos el ritmo del crecimiento, o Dios? Debemos saber esperar de Dios ese crecimiento, sin impacientarnos por nuestras caídas, sin impacientarnos porque no vemos que crecemos al ritmo que deberíamos crecer. ¡Eso dejémoslo en las manos de Dios! A nosotros nos toca día a día disponer la tierra, arrancar toda mala hierba que no dejará de brotar, regarla, para que la semilla de la vida divina germine como Dios quiere que germine. Pretender imponer el ritmo de mi crecimiento espiritual es como querer acelerar el crecimiento y despliegue de una semilla. Nuestro crecimiento no está en nuestras manos, sino en las de Dios. Pretender crecer por mí mismo y en la medida de mis esfuerzos, es prescindir de Dios, es caer en soberbia. Quien espera crecer según sus propias fuerzas no tardará en desalentarse en el camino de la santificación y conformación con el Señor Jesús.
Permanezcamos humildes. Si paciente y perseverantemente hacemos lo que nos toca, Dios hará el resto. No pretendamos imponer el ritmo a Dios, dejemos eso en sus manos, confiadamente. Estemos seguros de que su fuerza y su gracia actuarán en nosotros. Y no desesperemos o nos desalentemos si acaso nos parece que “no crecemos” o retrocedemos. Aún en medio de nuestras caídas crecemos, si es que acudiendo a la misericordia divina con humildad pedimos perdón y volvemos a la lucha de cada día. Aunque a nosotros nos parezca que no crecemos, a los ojos de Dios estamos creciendo, si permanecemos fieles en la lucha. Incluso nuestras repetidas caídas nos llevan a crecer, pues no pocas veces las lecciones de humildad son tan necesarias para progresar en el camino de la vida espiritual. Lo importante es ponernos siempre de pie, acudir humildes al Señor, volver a la batalla, perseverar, y confiar mucho en Dios y su acción en nosotros.
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Juan Crisóstomo: «Presentó primero la parábola de las tres semillas, perdidas de diverso modo, y otra aprovechada, en lo cual se manifiestan tres grados diferentes, según la fe y las obras. Aquí, sin embargo, trata sólo de la semilla aprovechada: “Decía asimismo: El Reino de Dios viene a ser a manera de un hombre que siembra…”».
San Gregorio Magno: «El hombre echa la semilla en la tierra, cuando pone una buena intención en su corazón; duerme, cuando descansa en la esperanza que dan las buenas obras; se levanta de día y de noche, porque avanza entre la prosperidad y la adversidad. Germina la semilla sin que el hombre lo advierta, porque, en tanto que no puede medir su incremento, avanza a su perfecto desarrollo la virtud que una vez ha concebido. Cuando concebimos, pues, buenos deseos, echamos la semilla en la tierra; somos como la hierba, cuando empezamos a obrar bien; cuando llegamos a la perfección somos como la espiga; y, en fin, al afirmarnos en esta perfección, es cuando podemos representarnos en la espiga llena de fruto».
San Ambrosio: «El mismo Señor es un grano de mostaza… Si Cristo es un grano de mostaza, ¿cómo es que es el más pequeño y cómo crece? No es en su naturaleza, sino en su apariencia que llega a ser grande. ¿Queréis saber cómo es el más pequeño? “Lo vimos sin figura ni belleza” (Is 53,2). Enteraos por qué es el más grande: “Es el más bello de los hombres” (Sal 44,3). En efecto, el que no tenía belleza ni esplendor ha llegado a ser superior a los ángeles (Heb 1,4) sobrepasando la gloria de todos los profetas de Israel… Es la más pequeña de todas las simientes, porque no vino con realeza, ni con riquezas, ni con la sabiduría de este mundo. Ahora bien, como un árbol, desarrolló de tal manera la cima elevada de su poder que decimos: “Bajo su deseada sombra me senté” (Cant 2, 3)».
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
El Reino de Dios
543: Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel, este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones. Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús:
La Palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega (LG 5).
544: El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para «anunciar la Buena Nueva a los pobres» (Lc 4, 18). Los declara bienaventurados porque de «ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5, 3); a los «pequeños» es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes. Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre, la sed y la privación. Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino.
546: Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza (ver Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita al banquete del Reino (ver Mt 22, 1-14), pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (ver Mt 13, 44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras (ver Mt 21, 28-32). Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra (ver Mt 25, 14-30)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (ver Mt 25, 14-30)? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para «conocer los Misterios del Reino de los cielos» (Mt 13, 11). Para los que están «fuera» (ver Mc 4, 11), la enseñanza de las parábolas es algo enigmático (ver Mt 13, 10-15).
567: El Reino de los cielos ha sido inaugurado en la tierra por Cristo. «Se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo». La Iglesia es el germen y el comienzo de este Reino. Sus llaves son confiadas a Pedro.
VI. TEXTOS DE LA ESPIRITUALIDAD SODÁLITE
La santidad -como hemos dicho- es un don y una vocación. Hemos dicho también que al don de Dios corresponde una tarea por parte de cada uno de nosotros, tarea que mira a la plena conformación con el Señor Jesús, el “hiperhagionormo”, modelo de plena humanidad. En ese sentido también podemos decir que la santidad es un desplegarse.
Pero, ¿qué debemos entender por “despliegue”? Desplegar es -según el diccionario- desdoblar, extender lo que está plegado; figurativamente significa un ejercitar, poner en práctica una actividad o manifestar una cualidad.
Así, por ejemplo, el “despliegue” de una semilla consistirá en desarrollar plenamente lo que es en germen: un árbol. El despliegue implica algo que ya es y permanece siendo, pero que espera aún un pleno desarrollo. El despliegue implica un punto de partida -la semilla-; un proceso -el germinar, crecer, robustecerse-; y un término -el árbol maduro y fecundo en frutos-.
En cuanto a nosotros mismos, nuestro despliegue consistirá en llevar a su pleno desarrollo y madurez aquello que en germen somos por gracia y don gratuito de Dios. De allí la importancia que tiene para el ser humano el responder a la pregunta fundamental sobre la propia identidad: “¿quién soy?”. Y es que sólo puede desplegarse la persona que tiene clara conciencia de su origen, de la dirección a la que apuntan los dinamismos fundamentales que descubre impresos en su mismidad, y de su vocación última, esto es, la divina. A esta pregunta fundamental los bautizados, iluminados por la Revelación divina y gracias a las bendiciones recibidas de Dios por Jesucristo, podemos responder con certeza: soy persona humana y soy cristiano, y en cuanto tal, un ser creado por Dios a su imagen y semejanza e invitado al encuentro con Dios y con mis semejantes, invitado a la plena participación de la naturaleza divina.
Por tanto, desplegarme es avanzar hacia el horizonte de plena humanidad en la conformación con Cristo, es decir, hacia la santidad, que es también mi plena realización humana. Dios mejor que nadie sabe en qué dirección debo orientar mi despliegue, sabe lo que necesito dar para realizarme y ser feliz. Es por ello que entendemos que su Plan para cada uno de nosotros no es algo que podría obedecer a un supuesto “capricho divino” que en realidad iría en contra de mi felicidad. ¡Todo lo contrario! Su Plan me permite descubrir cuál es el camino que debo seguir para efectivamente responder a aquello para lo que estoy hecho, responder a mis anhelos y reclamos de felicidad y plenitud humana. Conociendo su Plan para mí comprendo qué dones y talentos debo desarrollar, y en qué orden y jerarquía, para que cooperando con su gracia pueda desplegarme auténticamente, ser plenamente humano, realizar aquello que soy. ¡Su Plan no se opone a la felicidad del hombre! ¡«La gloria de Dios es el hombre que vive plenamente»! ¡La vida plena y plenamente feliz es lo que Dios quiere para su criatura humana, y a eso lo invita con su designio amoroso!
“Desplegarse” es vivir a plenitud la vida nueva, la vida de Cristo en nosotros, cada cual según su propia vocación particular, hasta llegar «al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo»[16], hasta que también cada cual pueda repetir las palabras del apóstol: «vivo yo, más no yo, es Cristo quien vive en mí»[17], y también: «amo yo, mas no yo, es Cristo quien ama en mí». Y es que todo bautizado ha sido «hecho semejante a la imagen del Hijo», y «recibe las primicias del Espíritu, que le capacitan para cumplir la nueva ley del amor»[18].Desplegarse es por lo mismo amar con el amor que ha sido derramado en nuestros corazones con el don del Espíritu Santo[19], aspirando cada día a vivir la perfección de la caridad, recorriendo el sendero de la amorización por la piedad filial que nos lleva a amar con los mismos amores que encontramos en el Señor Jesús: amor al Padre en el Espíritu Santo, amor filial a Santa María, su Madre, amor de caridad para con todos los hermanos humanos. «Se trata de vivir según el amor que viene de Dios. Él, que es Santo y Perfecto, nos da los medios para serlo, y nos va conduciendo, con nuestra cooperación, a la perfección de la caridad que nos dona»[20]. (Camino hacia Dios #83)
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