6 de Septiembre del 2015
“Todo lo ha hecho bien”
I. La Palabra de Dios
Is 35, 4-7:“Dios viene en persona a salvarlos”
Esto dice el Señor:
Digan a los cobardes de corazón:
«Sean fuertes, no teman. Miren a su Dios que trae la venganza y el desquite, viene en persona a salvarlos.»
Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará.
Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la llanura; el desierto se convertirá en un estanque; la tierra reseca, en manantial.
Sal 145, 7-10: “Alaba, alma mía, al Señor”
Que mantiene su fidelidad perpetuamente,
que hace justicia a los oprimidos,
que da pan a los hambrientos.
El Señor libera a los cautivos.
El Señor abre los ojos al ciego,
el Señor endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a los justos,
el Señor guarda a los peregrinos.
Sustenta al huérfano y a la viuda
y transtorna el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente,
tu Dios, Sión, de edad en edad.
Stgo 2, 1-5: “¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres para hacerlos herederos del reino?”
Hermanos míos:
Que la fe de ustedes en nuestro glorioso Señor Jesucristo no vaya unida a favoritismos.
Por ejemplo: si entran en su asamblea dos hombres, uno con un anillo de oro y un vestido espléndido, y entra también un pobre con vestido andrajoso. Si ustedes se fijan en el que va espléndidamente vestido y dicen: «Siéntate aquí, en el lugar de honor», y al pobre le dicen: «Tú quédate ahí de pie o siéntate en el suelo a mis pies»; si hacen eso, ¿no son inconsecuentes y juzgan con criterios malos?
Queridos hermanos, escuchen: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman?
Mc 7, 31-37: “Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”
En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, y fue hacia el mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos.
Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo:
— «Effetá», que quiere decir: «Ábrete».
Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la atadura de su lengua y hablaba sin dificultad.
Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuando más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían:
— «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
II. APUNTES
En la primera lectura tomada del libro del profeta Isaías, encontramos una palabra de aliento y ánimo a aquellos que aguardan ansiosos una intervención divina en favor de la restauración de Jerusalén: «Sean fuertes, no teman. Miren a su Dios que… viene en persona a salvarlos». Éstos son los signos acompañarán aquella prometida presencia salvadora: los ciegos verán, los cojos caminarán, los sordos escucharán, los mudos hablarán.
A este anuncio se refiere Cristo mismo para responder a los discípulos del Bautista, a quienes éste había enviado a preguntarle: «¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?». El Señor responde: «Vayan y cuenten a Juan lo que oyen y ven: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Mt 11, 3-5). En el Señor Jesús se realiza la antigua promesa divina. Él es “Dios-con-nosotros”, el Mesías largamente anhelado, que vino al mundo para obrar la restauración no de la Jerusalén física, sino de la humanidad entera.
En el Evangelio, el Señor Jesús realiza justamente uno de los milagros anunciados por Isaías. Usando signos visibles, como lo son el meter sus dedos en los oídos y tocar la lengua con su saliva, «levantando los ojos al cielo» y pronunciando la palabra “¡ábrete!”, cura milagrosa e instantáneamente a un sordomudo. De este hecho palpable y visible debe concluirse: Jesús es el esperado, Él es Dios que ha venido a salvar a su pueblo.
Vale la pena prestar atención a la conclusión a la que llegan los testigos de este milagro: «Todo lo ha hecho bien». Inmediatamente viene a nuestra mente aquella expresión que encontramos en el Génesis, al concluir Dios su obra creadora: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien» (Gén 1, 31). En realidad, sólo de Dios, Bien supremo, se puede decir que “todo lo ha hecho bien”. Al crear “todo lo hizo bien”. Mas por el pecado del hombre entró el mal y la muerte en el mundo. Con la presencia de Jesucristo ha llegado el tiempo de restaurar la creación, de hacer nuevamente “todo bien”. Él es “Dios-con-nosotros” (Is 7, 14), Dios que “viene y salva”, Dios que al encarnarse de María Virgen por obra del Espíritu Santo asume la naturaleza humana para reconciliar a la humanidad entera con Dios y realizar una nueva creación. Él, por su muerte y resurrección, y por el don del Espíritu, ha hecho todo nuevo, ha hecho todo bien, ha restaurado lo que el pecado del hombre había dañado.
Dios en Cristo ha venido a salvar y reconciliar a toda la humanidad. Todo ser humano, desde el más culto hasta el más ignorante, desde el concebido no nacido hasta el anciano o enfermo “inútil” a los ojos del mundo, desde el más rico hasta el más pobre, desde el más famoso hasta el más olvidado, son igualmente amados por Él, valen exactamente el mismo precio que Cristo pagó en la Cruz por todos. Sin embargo, Dios sale al encuentro especialmente del más débil, del abatido. Quiere curar, sanar, rescatar y elevar al hombre de su miseria para hacer que participe de su misma naturaleza divina (ver 2 Pe 1, 4). Se fija especialmente en los pobres que se experimentan necesitados de Dios para enriquecerlos en la fe. Y así como Él no hace acepción de personas, tampoco debe hacerla el creyente. (2ª. lectura)
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Al milagro concreto de la curación del sordomudo se le puede dar una interpretación alegórica: el sordomudo es como un signo visible de todo ser humano afectado por el pecado. En efecto, el pecado vuelve al hombre sordo e insensible para escuchar a Dios mismo que le habla de muchas formas y maneras y lo vuelve mudo para proclamar sus maravillas.
Quizá muchas veces hemos pensado en medio de nuestra desesperación o impaciencia, o hemos escuchado decir a otras personas: “¡Dios no me escucha! ¡Quiero que me hable ya!” ¿Es que Dios es sordo a nuestras súplicas? ¿O acaso no nos habla? En realidad, no es Dios quien no nos escucha o habla, sino que somos nosotros quienes no sabemos o no queremos escuchar a Dios cuando nos habla. ¿No nos habla Dios a través de la creación (ver Rom 1, 20)? ¿No habló a través de los profetas (ver Heb 1, 1)? ¿No habla a todo hombre y mujer con potente voz en su Hijo amado, Jesucristo (ver Lc 9, 35)?
Dios también hoy nos habla de muchas maneras: a través de la Iglesia, a través de la Palabra divina leída en la Iglesia e interpretada de acuerdo a la Tradición y Magisterio de la Iglesia, a través de un texto o lectura de la Sagrada Escritura que llega en un momento oportuno, a través de una homilía o una plática, a través de una persona, a través de una “coincidencia” (o más bien habría que decir “Diosidencia”), en la oración, en una visita al Santísimo, etc. En fin, son muchas las maneras por las que Dios está tocando continuamente a la puerta de nuestros corazones. ¡A cada uno le toca abrir sus oídos y escuchar cuando Él habla!
Para escuchar a Dios que habla, es necesario acudir a Él para pedirle que nos cure de la sordera, es necesario purificar continuamente el corazón de todo vicio, pecado o apego desordenado, es necesario también hacer mucho silencio en nuestro interior. Asimismo hay que estar dispuestos a escuchar lo que Él me quiera decir, que no necesariamente es lo que muchas veces yo quisiera escuchar, lo que se ajusta a mis propios planes, proyectos personales o incluso caprichos.
Quien, liberado de esta sordera, escucha y acoge por la fe la Palabra divina con todas sus radicales exigencias y consecuencias, quien se adhiere a ella cordialmente y procura ponerla por obra en su propia vida, experimenta cómo esa Palabra poco a poco transforma todo su ser (ver Heb 4, 12) y experimenta también como se le suelta “la traba de la lengua” para que en adelante pueda proclamar las maravillas de Dios y anunciar el Evangelio de Jesucristo con sus palabras pero sobre todo con la vida misma, con una vida santa que en el cumplimiento del Plan de Dios se despliega y se hace un ininterrumpido canto de alabanza al Padre.
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Beda: «Es sordo y mudo el que no tiene oídos para oír la palabra de Dios, ni lengua para hablarla; y es necesario que los que saben hablar y oír las palabras de Dios ofrezcan al Señor a los que ha de curar».
Lactancio (autor eclesiástico): «Abría los oídos a los sordos. Es cierto que hasta entonces no se había visto una obra celestial tal. Pero con ella declaraba que en breve sucedería que quienes no conocían la verdad iban a oír y a entender las palabras divinas de Dios. Y es que se puede llamar auténticamente sordos a quienes no oyen lo divino, lo verdadero y lo que se debe hacer. Hacía que hablaran las lenguas de los mudos. ¡Admirable poder! Pero en este milagro subyacía otro significado, con el cual estaba mostrando que los que hasta hacía poco eran ignorantes de las cosas celestiales iban a hablar sobre Dios y sobre la verdad, tras haber aprendido la ciencia de la sabiduría».
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
Curación de enfermos: signo de la presencia salvífica de Dios
1503:La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase son un signo maravilloso de que «Dios ha visitado a su pueblo» (Lc 7, 16) y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados: vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan. Su compasión hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: «Estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25, 36). Su amor de predilección para con los enfermos no ha cesado, a lo largo de los siglos, de suscitar la atención muy particular de los cristianos hacia todos los que sufren en su cuerpo y en su alma. Esta atención dio origen a infatigables esfuerzos por aliviar a los que sufren.
1504:A menudo Jesús pide a los enfermos que crean. Se sirve de signos para curar: saliva e imposición de manos, barro y ablución. Los enfermos tratan de tocarlo, «pues salía de Él una fuerza que los curaba a todos» (Lc 6, 19). Así, en los sacramentos, Cristo continúa «tocándonos» para sanarnos.
1506:Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: «Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8, 17). No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal y quitó el «pecado del mundo» (Jn 1, 29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con Él y nos une a su pasión redentora.
VI. TEXTOS DE LA ESPIRITUALIDAD SODÁLITE
La misión apostólica de anunciar el evangelio no puede ir separada de un trabajo efectivo al servicio de la promoción humana. De lo contrario “sería ignorar la doctrina del Evangelio acerca del amor hacia el prójimo que sufre y padece necesidad” (Pablo VI). El servicio solidario es un acto de amor y misericordia que busca remediar con urgencia el sufrimiento del hermano: dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, albergar al que no tiene techo, enseñar al que no sabe. Por otro lado, pero de forma conjunta, también se tarta de edificar el Reino de Dios, luchando contra el egoísmo y el pecado de los hombres, alentando y promoviendo la solidaridad de unos con otros. En fin, se trata de edificar una cultura solidaria desde los seres humanos concretos; muchos con hambre de pan, pero todos hambrientos de Dios, de comunión y reconciliación.
El horizonte de la solidaridad efectiva, es mi acción connatural, oportuna, proporcionada y generosa en favor del pobre. No importa que al comienzo se disponga de poco o nada en comparación con tanto sufrimiento y necesidad. Mientras vivimos tendremos tiempo y paciencia, cariño y oración: riquezas invalorables que compartir con nuestros hermanos más necesitados.
En nuestro compromiso de amor no puede faltar una solidaridad afectiva con el pobre. No se puede vivir la ilusión de un cristianismo sin Cruz. Tampoco existe un cristianismo sin crucificado, sin Jesús que sufre en el pobre. La ascética del servicio solidario comienza cuando rompemos con el temor frente al dolor y el sufrimiento ajeno para hacerlo nuestro compartiéndolo.
El Señor Jesús nos enseña que no se pueden escatimar esfuerzos frente a la maravillosa dignidad de la persona humana, frente al misterio del hombre viviente que es la gloria de Dios. Esta ascética es camino de madurez y alegría, experiencia de caridad que purifica el corazón, que llega a los límites de uno mismo y los despliega en vencimientos sensibles e interiores, que alimenta la esperanza de escuchar al mismo Señor Jesús que nos habla al corazón: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber;…” (Mt 25, 34ss).
(Camino hacia Dios #57)
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