24 de Enero del 2016
“El Espíritu del Señor está sobre mí”
I. La Palabra de Dios
Neh 8, 2-6.8-10: “Leían el libro de la Ley, explicando su sentido”
En aquellos días, el sacerdote Esdras trajo el libro de la Ley ante la asamblea, compuesta de hombres, mujeres y todos los que tenían uso de razón. Era mediados del mes séptimo. En la plaza de la Puerta del Agua, desde el amanecer hasta el mediodía, estuvo leyendo el libro a los hombres, a las mujeres y a los que tenían uso de razón. Toda la gente seguía con atención la lectura de la Ley.
Esdras, el escriba, estaba de pie en el púlpito de madera que había hecho para la ocasión. Esdras abrió el libro a la vista de todo el pueblo -pues se hallaba en un puesto elevado- y, cuando lo abrió, toda la gente se puso de pie. Esdras bendijo al Señor, el Dios grande, y todo el pueblo, levantando las manos, respondió:
— «Amén, amén».
Después se inclinaron y adoraron al Señor, rostro en tierra.
Los levitas leían el libro de la Ley de Dios con claridad y explicando el sentido, de forma que comprendieran la lectura. Nehemías, el gobernador, Esdras, el sacerdote y escriba, y los levitas que enseñaban al pueblo decían al pueblo entero:
— «Hoy es un día consagrado a nuestro Dios: No hagan duelo ni lloren».
Porque el pueblo entero lloraba al escuchar las palabras de la Ley. Y añadieron:
— «Vayan, coman alimentos exquisitos, beban vino dulce y envíen porciones a quien no tiene, pues es un día consagrado a nuestro Dios. No estén tristes, pues la alegría en el Señor es la fortaleza de ustedes».
Sal 18, 8-10.15: «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida»
La ley del Señor es perfecta
y es descanso del alma;
el precepto del Señor es fiel
e instruye al ignorante.
Los mandatos del Señor son rectos
y alegran el corazón;
la norma del Señor es límpida
y da luz a los ojos.
La voluntad del Señor es pura
y eternamente estable;
los mandamientos del Señor son verdaderos
y enteramente justos.
Que te agraden las palabras de mi boca,
y llegue a tu presencia el meditar de mi corazón,
Señor, roca mía, redentor mío.
1Cor 12, 12-30: “Ustedes son el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro”
Hermanos:
Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo.
Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.
El cuerpo tiene muchos miembros, no uno solo.
Si el pie dijera: «No soy mano, luego no formo parte del cuerpo», ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el oído dijera: «No soy ojo, luego no formo parte del cuerpo», ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el cuerpo entero fuera ojo, ¿cómo oiría? Si el cuerpo entero fuera oído, ¿cómo olería? Pues bien, Dios distribuyó el cuerpo y cada uno de los miembros como él quiso.
Si todos fueran un mismo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo?
Los miembros son muchos, es verdad, pero el cuerpo es uno solo.
El ojo no puede decir a la mano: «No te necesito»; y la cabeza no puede decir a los pies: «No los necesito». Más aún, los miembros que parecen más débiles son más necesarios. Los que nos parecen despreciables, los apreciamos más. Los menos decentes, los tratamos con más decoro. Porque los miembros más decentes no lo necesitan.
Ahora bien, Dios organizó los miembros del cuerpo dando mayor honor a los que menos valían.
Así, no hay divisiones en el cuerpo, porque todos los miembros por igual se preocupan unos de otros.
Cuando un miembro sufre, todos sufren con él; cuando un miembro es honrado, todos se felicitan.
Pues bien, ustedes son el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro.
Y Dios los ha distribuido en la Iglesia: en el primer puesto los apóstoles, en el segundo los profetas, en el tercero los maestros, después vienen los milagros, luego el don de curar, la beneficencia, el gobierno, la diversidad de lenguas.
¿Acaso son todos apóstoles? ¿O todos son profetas? ¿O todos maestros? ¿O hacen todos milagros? ¿Tienen todos el don de curar? ¿Hablan todos en lenguas o todos las interpretan?
Lc 1, 1-4; 4, 14-21: “Hoy se cumple esta Escritura que acaban de oír”
Muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han cumplido entre nosotros, siguiendo las tradiciones transmitidas por los que primero fueron testigos oculares y luego predicadores de la palabra. Yo también, después de comprobarlo todo exactamente desde el principio, he resuelto escribir para ti, ilustre Teófilo, un relato ordenado a fin de que conozcas bien la solidez de las enseñanzas que has recibido.
En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la región. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan.
Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso de pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:
«El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque Él me ha ungido.
Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres,
para anunciar a los cautivos la libertad,
y a los ciegos, la vista.
Para dar libertad a los oprimidos;
para anunciar el año de gracia del Señor».
Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Y se puso a decirles:
— «Hoy se cumple esta Escritura que acaban de oír».
II. APUNTES
El Evangelio de este Domingo tiene dos partes. La primera es el prólogo del Evangelio de San Lucas. Lucas manifiesta que «después de comprobarlo todo exactamente desde el principio» ha querido relatar ordenadamente la vida y enseñanzas del Señor Jesús, para que sea conocida por Teófilo «la solidez de las enseñanzas» que ha recibido.
Con esta introducción San Lucas afirma la veracidad e historicidad de los hechos relatados, exponiéndolos en su Evangelio tal y como se los relataron testigos oculares, testigos que vieron y escucharon personalmente al Señor. La fe que han recibido los creyentes no se sustenta en un personaje mítico, en una fantasía o en un Cristo elaborado por una comunidad de discípulos alucinados que se negaban a aceptar la muerte infame de su Maestro, sino que se fundamenta sólidamente en lo que Cristo verdaderamente hizo y enseñó. El ‘Cristo de la fe’ no es distinto que ‘el Cristo histórico’, y los Evangelios no son fábula o mitología, sino auténtico recuento de hechos sucedidos.
La segunda parte del Evangelio relata el tremendo anuncio que el Señor Jesús hace al inicio de su ministerio público en la sinagoga de Nazaret. Poco antes el Señor había recibido el bautismo de Juan en el Jordán. Relata San Lucas que en aquella ocasión «se abrió el cielo, y bajó sobre Él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma» (Lc 3,21-22). Se trataba de un signo visible que señalaba a Jesús como el Ungido por Dios con el Espíritu divino, realizándose en Él de modo visible la antigua profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido» (Is 61,1). De esta manera Jesús es presentado al pueblo de Israel como el Mesías -que significa Ungido- prometido por Dios desde antiguo, aquél «que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino.» (Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 436 y 438)
Luego de ser “ungido” visiblemente por el Padre con el Espíritu el Señor inicia su ministerio público en diversos pueblos de Galilea, enseñando en sus sinagogas y obrando diversos milagros. Caná, Cafarnaúm, Corazim, Betsaida, Genesaret, habían ya escuchado sus enseñanzas y visto los signos que realizaba. Así, para el momento en que retorna a Nazaret y «como era su costumbre» entra en la sinagoga un sábado, ya su fama se había extendido por toda la región.
Una vez reunidos en la asamblea Jesús «se puso de pie para hacer la lectura». Una escena semejante la encontramos en la primera lectura. La asamblea se reúne para escuchar la lectura de los textos sagrados, a través de los cuales experimenta como Dios mismo dirige su palabra a su pueblo. En aquella ocasión «los levitas leían el libro de la Ley de Dios con claridad y explicando el sentido, de forma que comprendieran la lectura.» Jesús hará lo mismo.
En los tiempos de Jesús eran pocos los que sabían leer, más aún si se trataba de leer textos en hebreo, la lengua sagrada en la que estaban originalmente escritos los libros del Antiguo Testamento. Esta era una tarea reservada a los escribas, quienes luego de leer el texto sagrado en hebreo, pasaban a comentarlo en arameo, el lenguaje coloquial de los hebreos.
El Señor leyó la antigua profecía de Isaías que decía: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres…». Terminada la lectura, explicó la lectura de un modo absolutamente inesperado a la asamblea que lo escuchaba con gran atención y curiosidad: “Hoy”, es otras palabras, en Él se cumplía verdaderamente aquella antigua profecía. Él se presentaba ante sus oyentes como el Mesías prometido por Dios para la salvación de su Pueblo, el Ungido con el Espíritu divino, el enviado por Dios a anunciar la Buena Nueva de la Reconciliación a la humanidad sumida en la esclavitud, la pobreza, el mal, la enfermedad y la muerte.
¿Quién puede decir de sí mismo cosa semejante? Un desquiciado, un hombre trastornado por el delirio de grandeza, un megalómano, un embaucador, o alguien que en verdad es quien dice ser. Con sus señales y milagros, y sobre todo con su misma resurrección de entre los muertos, hechos todos que Lucas recoge en su Evangelio tras diligente investigación, el Señor Jesús demuestra la veracidad de sus palabras: Él es verdaderamente el Ungido de Dios, Aquél que ha venido a traer la liberación, la salvación y reconciliación a la humanidad. No hay que esperar a otro (Ver Hech 4, 12; Catecismo de la Iglesia Católica, 430-432).
III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
El día que fui bautizado, junto con el agua fue derramado también el Espíritu en mi corazón. De este modo también yo fui ungido con el mismo Espíritu que se posó sobre Cristo en forma de paloma, el día de su bautismo. Para hacer más evidente esta unción con el Espíritu, fui ungido en la cabeza con óleo sagrado (Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1287). Por ello podemos decir que por nuestro Bautismo, al participar del mismo Espíritu de Cristo, también a nosotros se aplican las palabras de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres.» (Lc 4,18-19)
Mi Bautismo no debe ser reducido a un momento olvidado en mi vida, como si hubiese sido un acto intrascendente, carente de interés o valor para mí. Tampoco puedo reducirlo a un mero acto social. ¡El Bautismo me ha comunicado la vida en Cristo, ha hecho de mí una nueva criatura (Ver 2Cor 5,17)! ¿No debería recordar y celebrar ese día grande, ese nuevo nacimiento, como celebro mi nacimiento en la carne? ¡Ciertamente!
Pero más aún, mi Bautismo me reclama vivir de acuerdo a lo que ese Bautismo ha hecho de mí: un cristiano, hijo de Dios, hijo en el Hijo, templo vivo de su Espíritu y miembro vivo del Cuerpo de Cristo que es su Iglesia (Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1997). Mas en el día a día nos topamos con la dolorosa realidad de que muchas veces no vivimos de acuerdo a nuestra grandeza y dignidad de hijos de Dios, y aunque queremos y procuramos responder al llamado que el Señor nos hace a ser santos (Ver Mt 5,48), sufrimos por nuestras múltiples y repetidas incoherencias y caídas (Ver Rom 7,15s).
La primera gran tarea de todo Bautizado, de todo aquél en quien el Espíritu divino ha sido derramado, es buscar la plena conformación con el Señor Jesús, es aspirar a vivir la perfección de la caridad. ¡La santidad! Esa es nuestra vocación (Ver Lev 19,2), esa es nuestra meta y principal tarea: buscar asemejarnos cada vez más a Cristo, pensando, sintiendo y actuando como Él.
Mas nadie puede alcanzar esta meta por sí mismo. Nuestra santificación, más allá de nuestros esfuerzos y de los medios que necesariamente hemos de poner, es obra del Espíritu en nosotros. Por ello es necesario vivir una vida espiritual intensa, una vida de intensa relación con el Espíritu. Él es quien nos va conformando con Jesús en la medida en que cooperamos desde nuestra pequeñez y libertad, cooperación que se da mediante un incesante y esforzado combate espiritual por el que procuramos despojarnos del hombre viejo y de todas sus obras para revestirnos del hombre nuevo, de las virtudes de Cristo (Ver Ef 4,21-24).
La segunda gran tarea, íntimamente ligada a la primera, es ésta: si por mi Bautismo y posteriormente también por mi Confirmación he sido ungido y sellado con el Espíritu Santo (Ver Catecismo de la Iglesia Católica, 1294), también yo soy enviado a proclamar la Buena Nueva de la liberación y la reconciliación a todos los seres humanos, en el hoy de la historia de la salvación, en las diversas realidades en las que me toca vivir y actuar. ¡No puedo olvidar esta exigencia que brota de mi condición de Bautizado! ¡Yo debo anunciar a Cristo! ¿Puede un Bautizado no irradiar a Cristo? ¿Puede el sol no iluminar? ¡Tan terrible como sería el apagarse la luz del sol es el apagarse la luz y la vida de de Cristo en un bautizado! Pero si por la presencia vivificante del Espíritu brilla en tu vida la luz de Cristo, como el sol podrás difundir a tu alrededor la luz de Cristo y el calor de su amor.
Este apostolado, este anuncio e irradiación de Cristo y de su Evangelio de tal manera que transforme otros corazones y las estructuras injustas y antievangélicas de nuestras sociedades no es “tarea” solamente de los sacerdotes o de personas consagradas a Dios, sino que brota espontáneamente de todo Bautizado que experimenta esa presencia ardorosa del Espíritu divino en su corazón: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio…»
IV. PADRES DE LA IGLESIA
San Beda: «en las sinagogas el día del sábado, a fin de meditar las enseñanzas de la ley, durante el reposo de las cosas del mundo y en el recogimiento del corazón.»
Orígenes (autor eclesiástico): «Me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres.” Los pobres son los paganos. En efecto, ellos eran pobres, no poseían nada, ni a Dios, ni la ley, ni los profetas. ¿Por qué razón le envió como Mensajero a los pobres? Para “proclamar la liberación a los cautivos y dar vista a los ciegos, a libertar a los oprimidos y a proclamar una año de gracia del Señor” (Lc 4,18) ya que por su palabra y su doctrina los ciegos recobran la vista.».
San Juan Crisóstomo: «La palabra cautividad tiene muchos sentidos. Hay una cautividad buena, como dice San Pablo: “Cautivando todo nuestro espíritu para obedecer a Cristo” (2Cor 10,5); y hay una mala, de la cual se dice: “Llevaban cautivas a mujeres cargadas de pecados”. La cautividad es sensible cuando procede de enemigos corporales; mas la peor es la inteligible, de la que dice aquí: “El pecado produce la más dura tiranía, manda el mal y confunde a los que le obedecen” (2Tim 3). De esta cárcel inteligible es de donde nos sacó Jesucristo.»
San Cirilo: «Las tinieblas que el diablo había amontonado en el corazón humano, Jesucristo -como el Sol de justicia- las disipó; haciendo a los hombres hijos, no de la noche y de las tinieblas, sino de la luz y del día, como dice el Apóstol: “Los que antes erraban, entraron en la senda de los justos” (1Tes 5).»
V. CATECISMO DE LA IGLESIA
La espera del Mesías y de su Espíritu
711: «He aquí que yo lo renuevo» (Is 43, 19): dos líneas proféticas se van a perfilar, una se refiere a la espera del Mesías, la otra al anuncio de un Espíritu nuevo, y las dos convergen en el pequeño Resto, el pueblo de los Pobres, que aguardan en la esperanza la «consolación de Israel» y «la redención de Jerusalén» (Lc 2, 25.38).
712: Los rasgos del rostro del Mesías esperado comienzan a aparecer en el Libro del Emmanuel, en particular en Is 11, 1-2.
713: Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo. Estos cantos anuncian el sentido de la Pasión de Jesús, e indican así cómo enviará el Espíritu Santo para vivificar a la multitud: no desde fuera, sino desposándose con nuestra «condición de esclavos». Tomando sobre sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de vida.
714: Por eso Cristo inaugura el anuncio de la Buena Nueva haciendo suyo este pasaje de Isaías (Lc 4, 18-19): El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor.
715: Los textos proféticos que se refieren directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en los que Dios habla al corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del «amor y de la fidelidad». Según estas promesas, en los «últimos tiempos», el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los hombres en la paz.
716: El Pueblo de los «pobres», los humildes y los mansos, totalmente entregados a los designios misteriosos de Dios, los que esperan la justicia, no de los hombres sino del Mesías, todo esto es, finalmente, la gran obra de la Misión escondida del Espíritu Santo durante el tiempo de las Promesas para preparar la venida de Cristo. Esta es la calidad de corazón del Pueblo, purificado e iluminado por el Espíritu, que se expresa en los Salmos. En estos pobres, el Espíritu prepara para el Señor «un pueblo bien dispuesto» (Lc 1, 17).
1286: En el Antiguo Testamento, los profetas anunciaron que el Espíritu del Señor reposaría sobre el Mesías esperado para realizar su misión salvífica. El descenso del Espíritu Santo sobre Jesús en su Bautismo por Juan fue el signo de que Él era el que debía venir, el Mesías, el Hijo de Dios. Habiendo sido concebido por obra del Espíritu Santo, toda su vida y toda su misión se realizan en una comunión total con el Espíritu Santo que el Padre le da «sin medida» (Jn 3, 34).
VI. TEXTOS DE LA ESPIRITUALIDAD SODÁLITE
“En la Christifideles laici el Papa Juan Pablo II señala con claridad la consagración apostólica que nace del Bautismo: ‘Con esta «unción» espiritual, el cristiano puede, a su modo, repetir las palabras de Jesús: «El Espíritu del Señor está sobre mí; por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos y a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19; ver Is 61,1-2). De esta manera, mediante la efusión bautismal y crismal, el bautizado participa en la misma misión de Jesús el Cristo, el Mesías Salvador’.
La identidad apostólica marca pues al bautizado tan profundamente como el Bautismo mismo. La incorporación a la Iglesia supone la obligación de ‘confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia’. La legislación de la Iglesia, al precisar quiénes son los fieles cristianos, da un lugar central a esa misión apostólica: ‘Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el Bautismo, se integran en el Pueblo de Dios, y hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo’.
La misión que forma parte de la identidad de todo bautizado implica y exige el cumplimiento de la misión propia a la que cada uno está llamado en el servicio de la Iglesia. El compromiso activo con la misión apostólica del Pueblo de Dios se hace vida en la entrega a los horizontes concretos de servicio apostólico a los cuales el Señor convoca a cada uno”.
(Miguel Salazar Steiger, El Bautismo, fuente de la vocación y misión del cristiano. Vida y Espiritualidad, Lima 1998).
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“No me has elegido tú a mí, sino que yo te he elegido, yo he llamado a los que he querido.
Mi voz se ha escuchado: ¿A quién enviaré? ¿Quién irá de mi parte? Ven conmigo y te haré pescador de hombres. Recibirás la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre ti para que seas mi testigo hasta los confines de la tierra.
Como mi Padre me envió al mundo, yo también te he enviado al mundo a predicar mi Evangelio, no con palabras sabias que desvirtúan mi Cruz. Anda por el mundo y haz discípulos de todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; anda por todo el mundo y proclama la Buena Nueva a todas las naciones, y así se predicará en mi nombre la conversión, el perdón de los pecados.
Predica que el Reino de los Cielos está cerca, llama a la conversión, cura enfermos, resucita muertos, purifica leprosos, expulsa demonios. Gratis lo has recibido, dalo gratis.
Que todos los hombres te tengan por servidor mío y como administrador de los misterios de mi Padre. Yo te he confiado el ministerio de la reconciliación.
No les tengas miedo, y cuando te persigan o entreguen, no te preocupes de cómo o qué vas a hablar, porque se te comunicará en aquel momento. No serás tú el que hables, sino que el Espíritu de mi Padre hablará por ti.
Si te declaras por mí ante los hombres, yo me declararé por ti ante mi Padre; tú predícame a mí, y crucificado.
No digas que eres un muchacho o que no sabes hablar, pues adondequiera que envíe, irás, y todo lo que te mande, dirás. Soporta los sufrimientos por el Evangelio porque yo estoy contigo para salvarte.
Que proclamar el Evangelio no sea para ti motivo de gloria, sino más bien un deber que te incumbe, pues no puedes dejar de hablar ante todos los hombres de lo que has visto y oído, ya que en tu corazón hay un fuego ardiente y aunque trates de apagarlo no podrás.
Anda al mundo entero y predica mi Evangelio.
Ay de ti si no evangelizas, que no te he dado un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad, de templanza”.
(P. Jaime Baertl, “Estoy a la puerta… Escúchame”. Oraciones para el encuentro con el Señor. Vida y Espiritualidad, Lima 2014)
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