DOMINGO XXVII ORDINARIO

 

02 de Octubre del 2016

“¡Señor, auméntanos la fe!”

 

LA PALABRA DE DIOS

Hab 1,2-3; 2,2-4: “El justo vivirá por su fe”

¿Hasta cuándo pediré auxilio, Señor, sin que me escuches? ¿Te gritaré: «Violencia», sin que me salves? ¿Por qué me haces ver desgracias, me enseñas injusticias, me pones delante violencias y destrucción, y surgen pleitos y contiendas?

El Señor me respondió así:

«Escribe la visión, grábala en tablillas, de modo que se lea de corrido. La visión espera su momento, se acerca su término y no fallará; si tarda, espera, porque ha de llegar sin retrasarse. El que no tiene el alma recta sucumbirá, pero el justo por su fidelidad vivirá».

Sal 94, 1-2.6-9: “Escucharemos tu voz, Señor”

Vengan, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos.

Entren, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque Él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo,
el rebaño que Él guía.

Ojalá escuchen hoy su voz:
«No endurezcan el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto;
cuando sus padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras».

2Tim 1, 6-8.13-14: “No te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor”

Querido hermano:

Te recuerdo que reavives el don de Dios que has recibido por la imposición de mis manos; porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de fortaleza, amor y buen jui­cio. No te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero. Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según la fuerza de Dios. Ten como norma las palabras sanas que has oído de mí en la fe y el amor de Cristo Jesús.

Guarda este precioso depósito con la ayuda del Espíritu San­to que habita en nosotros.

Lc 17, 5-10: “¡Si tuvierais fe como un grano de mostaza!”

En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor:

— «Auméntanos la fe».

El Señor contestó:

— «Si ustedes tuvieran fe como un granito de mostaza, di­rían ustedes a ese árbol: Arráncate de raíz y plántate en el mar”. Y les obedecería.

¿Quién de ustedes que tenga un criado arando o pastorean­do, le dice cuando llega del campo: “Ven, siéntate a la mesa”? ¿No le dirá más bien: “Prepárame la cena y sírveme mientras como y bebo, y lue­go comerás y beberás tú”?

¿Tienen que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Así también ustedes: Cuando hayan hecho todo lo mandado, digan: “Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que debíamos ha­cer”».

APUNTES

San Lucas no explicita el contexto en el que los Apóstoles se dirigen al Señor para pedirle que aumente su fe. San Mateo, en cambio, sitúa la expresión del Señor «si tuvieran fe como un grano de mostaza» en el momento en que los Apóstoles le preguntan por qué ellos no han podido expulsar el demonio que tenía poseído a un hombre. El Señor responde: «Por su poca fe», añadiendo inmediatamente: «yo les aseguro: si tienen fe como un grano de mostaza, dirán a este monte: “Desplázate de aquí allá”, y se desplazará, y nada les será imposible”» (Mt 17,20).

San Mateo en su Evangelio escribe que en otra ocasión, al ir de camino, el Señor sintió hambre. Vio una higuera llena de follaje y se acercó a ella para buscar algún fruto para comer. Como no lo encontró, le dirigió a aquel árbol estas palabras: «¡Que nunca jamás brote fruto de ti!» (Mt 21,19). Más tarde, al pasar nuevamente por aquel mismo lugar (ver también Mc 10,12-14.19-23), los discípulos notaron que aquella higuera se había secado de raíz. El Señor entonces les dijo: «Yo les aseguro: si tienen fe y no vacilan, no sólo harán lo de la higuera, sino que si aún dicen a este monte: “Quítate y arrójate al mar”, así se hará» (Mt 21,20-21).

De un modo o de otro, los Apóstoles toman conciencia de su poca fe y anhelan tener una fe más fuerte, firme, sólida. Al ver en el Señor Jesús al Hijo que confía absolutamente en el Padre, al verlo realizar obras tan maravillosas en Su Nombre, le piden con toda humildad y sencillez: «¡Auméntanos la fe!». Puede entenderse esta súplica como un: “¡enséñanos qué hacer para que nuestra fe en Dios y en sus designios crezca y se haga fuerte! ¡Ayúdanos a acrecentar nuestra fe tan pobre y frágil!”. Pero también hemos de entenderla como una humilde súplica al Señor para que Él infunda en ellos el don de la fe. Creer en Dios no es tan sólo una adhesión mental y cordial que brota de la confianza que se le pueda tener a Él y a todo lo que Él revela. La fe en Dios es ante todo un don divino, una gracia sobrenatural que antecede y sostiene todo esfuerzo humano por acrecentar y hacer fecunda esa fe.

Luego de esta primera enseñanza San Lucas recoge en el Evangelio de este Domingo otra enseñanza del Señor: «¿Quién de ustedes que tenga un criado arando o pastorean­do... etc?». La versión litúrgica traduce el término griego doulon por criado. Sin embargo, más preciso sería traducirlo como siervo. Sobre esta calificación podemos decir que en el Antiguo Testamento es frecuente la designación de Israel como “siervo de Dios”, siendo los israelitas designados como “siervos suyos”. Dios los liberó muchas veces de servidumbres esclavizantes y los invitó a pasar a su libre servicio. Obedecer a Dios implicaba un servicio libremente aceptado y amorosamente corroborado: «si no les parece bien servir al Señor, elijan hoy a quién han de servir» (Jos 24,15). El servicio ofrecido a Dios, a diferencia de aquel ofrecido a otros dioses o ídolos, nunca es esclavizante, sino libre y auténticamente liberador.

María, miembro conspicuo de este pueblo elegido de Dios, se designó a sí misma como la doulé Kyriou, es decir, la sierva del Señor (Lc 1,38). Los siervos en las parábolas son hombres de absoluta confianza. Su señor los envía a realizar misiones específicas como por ejemplo recolectar ganancias (ver Mt 21,34-36), convocar a los invitados para su boda (ver Mt 22,4.6), encargarse de la administración de su casa (ver Lc 15,22; 19,13).

El de siervos fue a la vez un título que asumieron los primeros cristianos. Al reconocer a Jesucristo como el Hijo de Dios y Señor de todo, no tardaron en llamarse a sí mismos siervos de Cristo (ver Gál 4,6-7; Rom 8,15-16; 1Cor 7,22; Ef 6,6). ¿Pero no se contradecía este título con las palabras dirigidas por el Señor a sus discípulos la noche de la última Cena: «no los llamo ya siervos… a ustedes los he llamado amigos» (Jn 15,15)? No hay contradicción alguna, pues en aquella misma ocasión también les dijo el Señor a sus discípulos: «Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando» (Jn 15,14). La obediencia no es exclusiva de un siervo, lo es también de quien quiera ser amigo del Señor Jesús.

Resulta extraño que aquel siervo de la parábola que ofrece el Señor en el Evangelio de este Domingo deba calificarse a sí mismo de inútil o “bueno para nada” una vez que ha cumplido fielmente con todas sus tareas. Inútil sería propiamente aquel que no cumple con sus tareas. Al calificarse a sí mismo de “inútil” el siervo de la parábola reconoce en realidad que, a pesar de haber cumplido fielmente su tarea, no tiene derecho a ponerse por encima de su señor y reclamar un trato que no le corresponde. No por cumplir bien su deber el siervo merece sentarse a la mesa del amo para ser servido por él. El siervo no debe perder de vista que su lugar es servir a su señor. Del mismo modo, el creyente debe servir al Señor, no servirse de Él o buscar que Él lo sirva y haga lo que él quiere.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

«¿Hasta cuándo pediré auxilio, Señor, sin que me escuches? ¿Te gritaré: “Violencia”, sin que me salves? ¿Por qué me haces ver desgracias, me enseñas injusticias, me pones delante violencias y destrucción, y surgen pleitos y contiendas?» (Hab 1,2-3). Con este grito que el profeta eleva al Cielo empieza la primera lectura del Domingo. ¿No es este el grito que muchos creyentes también hoy elevan a Dios cuando se hallan en medio del dolor, del sufrimiento, de alguna prueba que parece nunca acabar y que los lleva al borde de la desesperación? Quien sufre una terrible injusticia y daño, quien pierde el trabajo y no tiene con qué sustentar a su familia, quien padece una enfermedad difícil de sobrellevar, quien sufre la pérdida de un ser amado, eleva también al Cielo semejantes quejas: “¿Por qué a mí? ¿Dónde estás Dios? ¿Por qué no me escuchas?” ¡Cuántas veces escuchamos a estas personas decir: “he perdido mi fe, pues Dios no responde a mis ruegos, o porque Él me ha quitado a mi abuela, a mi hijo, etc.”! Pero, ¿es Dios quien no nos escucha? ¿O somos nosotros quienes por tener el corazón endurecido no escuchamos a Dios?

En la Carta a los Hebreos leemos: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Heb 1,1-2). A lo largo de la historia Dios ha hablado a su criatura humana de muchos modos, una y otra vez, y sobre todo ha hablado fuerte en su Hijo, el Señor Jesús: Él nos ha enseñado todo lo que tenemos que saber para ganar la Vida eterna y nos ha gritado su amor desde la Cruz. Su voz sigue resonando hoy en los Evangelios y en Su Iglesia.

¡Pero qué pocas veces escuchamos verdaderamente al Señor, porque escuchar implica necesariamente hacer lo que Él nos dice! En efecto, la verdadera fe no consiste principalmente en creer que “si se lo pido con fe” Dios me va a hacer tal milagro, o me va a liberar inmediatamente de la prueba terrible que estoy pasando, o me va a solucionar todos mis problemas y males. Sin duda puede hacerlo y lo hace si en sus amorosos designios considera que es lo mejor, pero antes que este “creo en ti para que Tú me escuches a mí y hagas lo que yo te digo”, la fe es un “creo en ti y te escucho para hacer lo que Tú me digas”. Cree y confía verdaderamente en Dios quien, como el “siervo inútil” de la parábola, “hace lo que le es mandado”.

Al considerar de este modo la fe, descubro inmediatamente lo pequeña y frágil que es mi fe. ¿Qué puedo hacer para que aumente?

La fe es un don de Dios, por ello lo primero que debo hacer es pedírselo al Señor cada día con mucha humildad e insistencia, con esta o semejante oración: “Señor, ¡aumenta mi fe! Que pueda creer firmemente en Ti, en tus palabras y promesas, como supieron creer Santa María y los Apóstoles”.

Lo segundo es conocer cada día mejor qué es lo que enseña el Señor Jesús. Para ello es importante leer los Evangelios con frecuencia y meditar las enseñanzas de Cristo, familiarizarnos con ellas. Decía San Ambrosio: «A Dios escuchamos cuando leemos sus palabras». Al hacer esta lectura recordemos que debemos entender las enseñanzas del Señor como la Iglesia las entiende y enseña. La Escritura no puede estar librada a nuestra “libre interpretación”. Por ello también es importante instruirnos sobre las verdades fundamentales de la fe, leyendo continuamente y estudiando el Catecismo de la Iglesia Católica.

Finalmente es necesario esforzarme por poner en práctica lo que Él nos enseña: «Hagan lo que Él les diga» (Jn 2,5). La fe crece, madura y se consolida cuando pasa a la acción, cuando se manifiesta en nuestra conducta, en nuestras opciones cotidianas.

PADRES DE LA IGLESIA

«La fe, aunque por su nombre es una, tiene dos reali­dades distintas. Hay, en efecto, una fe por la que se cree en los dogmas y que exige que el espíritu atienda y la voluntad se adhiera a determinadas verdades; esta fe es útil al alma, como lo dice el mismo Señor: El que escucha mi palabra y cree en aquel que me ha enviado tiene vida eterna y no incurre en condenación; y añade: El que cree en el Hijo no está condenado, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida. (…)
San Cirilo de Jerusalén

»La otra clase de fe es aquella que Cristo concede a algunos como don gratuito. A unos es dado por el Espí­ritu el don de sabiduría; a otros el don de ciencia en conformidad con el mismo Espíritu; a unos la gracia de la fe en el mismo Espíritu; a otros la gracia de curacio­nes en el mismo y único Espíritu.

»Esta gracia de fe que da el Espíritu no consiste sola­mente en una fe dogmática, sino también en aquella otra fe capaz de realizar obras que superan toda posibilidad humana; quien tiene esta fe puede decir a un monte: “Vete de aquí a otro sitio”, y se irá. Cuando uno, guiado por esta fe, dice esto y cree sin dudar en su corazón que lo que dice se realizará, entonces este tal ha recibido el don de esta fe.

»Es de esta fe de la que se afirma: Si tuvieseis fe, como un grano de mostaza. Porque así como el grano de mostaza, aunque pequeño en tamaño, está dotado de una fuerza parecida a la del fuego y, plantado aunque sea en un lugar exiguo, produce grandes ramas hasta tal punto que pueden cobijarse en él las aves del cielo, así también la fe, cuando arraiga en el alma, en pocos mo­mentos realiza grandes maravillas. (…)

»Procura, pues, llegar a aquella fe que de ti depende y que conduce al Señor a quien la posee, y así el Señor te dará también aquella otra que actúa por encima de las fuerzas humanas».

«Somos siervos porque hemos sido comprados por precio; inútiles porque el Señor no necesita de nuestras buenas acciones, o porque no son condignos los trabajos de esta vida para merecer la gloria; así la perfección de la fe en los hombres consiste en reconocerse imperfectos después de cumplir todos los mandamientos».
San Beda

CATECISMO

Creer sólo en Dios

150: La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura (ver Jer 17,5-6; Sal 40,5; 146,3-4).

Creer en Jesucristo, el Hijo de Dios

151: Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que Él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia (Mc l,11). Dios nos ha dicho que les escuchemos. El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha contado» (Jn 1,18). Porque «ha visto al Padre» (Jn 6,46), Él es único en conocerlo y en poderlo revelar (ver Mt 11,27).

Creer en el Espíritu Santo

152: No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque «nadie puede decir: “Jesús es Señor” sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1Cor 12,3). «El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios... Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1Cor 2,10-11). Sólo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios.

La Iglesia no cesa de confesar su fe en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

La fe es una gracia

153: Cuando San Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido «de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él. «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede “a todos gusto en aceptar y creer la verdad”».

La fe es un acto humano

154: Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía menos contrario a nuestra dignidad «presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela» y entrar así en comunión íntima con Él.

Por mi fe contribuyo a sostener la fe de otros

166: La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros.

ESPIRITUALIDAD SODÁLITE

"La fe es un don sobrenatural, una gracia que nace del encuentro personal con Cristo, y que requiere, al mismo tiempo, de la generosa apertura y cooperación del ser humano. No es, por lo demás, una virtud fácil de alcanzar. Como hemos podido percibir en estos ejemplos, ni siquiera para los Apóstoles fue sencillo dar el salto de la fe...

Pero como ha destacado nuestro recordado Juan Pablo II, 'a Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe'; solo la fe es capaz de 'franquear plenamente el misterio de aquel Rostro'. Esa es la senda que somos invitados a recorrer para encontrarnos con el Señor, la senda humilde y sencilla de abrirnos a la gracia de Dios que es derramada de manera abundante en nuestros corazones (ver Rom, 5,5).

¿Cómo y dónde nos encontramos con ese Rostro? ¿Cuáles son los lugares privilegiados para el encuentro con nuestro Reconciliador? Nos enseña el Santo Padre que 'la contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de Él la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, indicado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo'.

El precioso mensaje de la 'Buena Noticia' que nos llega a través de las Sagradas Escrituras es una visión de fe de Jesús que se fundamenta y tiene su base en un 'testimonio histórico preciso', elocuente y certero. El mismo discípulo amado nos dice en la conclusión de su Evangelio: 'Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero' (Jn 21,24). San Lucas, el médico griego, hace hincapié en prolongar su Evangelio diciendo a Teófilo: 'He decidido yo también, después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelo por su orden, ilustre Teófilo, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido' (Lc 1,3-4). Los relatos evangélicos son un testimonio verdadero que, sometido al atento discernimiento eclesial y no obstante su compleja redacción primordialmente catequética, nos transmitieron de una manera clara y comprensible los hagiógrafos.

El antiguo anhelo de 'encontrarse cara a cara con Dios' que leemos a lo largo de todo el Antiguo Testamento no podría recibir una mejor y más sorprendente respuesta en la contemplación del rostro de Cristo, Dios hecho hombre. En Él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho 'brillar su rostro sobre nosotros' (Sal 67,3). Al mismo tiempo Cristo, siendo Dios y hombre, nos revela también el auténtico rostro del hombre, 'manifiesta plenamente el hombre al propio hombre' (GS, 22)".

(Mons. José Antonio Eguren Anselmi, SCV, Ante el rostro de la Sábana Santa en Mar adentro. Con los remos y con las velas. Vida y Espiritualidad, Lima 2007)