26 de Abril del 2020
“Lo reconocieron en la fracción del pan”
Hech 2:14,22-33: “Dios resucitó a Jesús, y todos nosotros somos testigos”
El día de Pentecostés, Pedro, de pie junto con los otros once apóstoles, pidió atención y les dirigió la palabra:
— «Judíos y vecinos todos de Jerusalén, escuchen mis palabras y entérense bien de lo que pasa. Escúchenme, israelitas: Les hablo de Jesús Nazareno, el hombre que Dios acreditó ante ustedes realizando por su medio los milagros, signos y prodigios que ustedes conocen. Conforme al designio previsto y determinado por Dios, fue entregado, y, por mano de paganos, ustedes lo mataron en una cruz. Pero Dios lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte; no era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio, pues David dice:
“Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, exulta mi lengua, y mi carne descansa esperanzada. Porque no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me has enseñado el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia”.
Hermanos, permítanme hablarles con franqueza: El patriarca David murió y lo enterraron, y conservamos su sepulcro hasta el día de hoy. Pero como era profeta y sabía que Dios le había prometido con juramento sentar en su trono a un descendiente suyo, vio anticipadamente la resurrección de Cristo, y dijo que no lo entregaría a la muerte ni su carne experimentaría la corrupción. Pues bien, Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos testigos.
Ahora, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo que estaba prometido, y lo ha derramado. Esto es lo que ustedes están viendo y oyendo».
Sal 15,1-11: “Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti”
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti;
yo digo al Señor: «Tú eres mi bien».
El Señor es la parte de mi herencia y mi copa;
mi suerte está en tu mano.
Bendeciré al Señor, que me aconseja,
hasta de noche me instruye internamente.
Tengo siempre presente al Señor,
con Él a mi derecha no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas,
y mi carne descansa serena.
Porque no me entregarás a la muerte,
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha.
1Pe 1,17-21: “Por Cristo ustedes creen en Dios, que lo resucitó de entre los muertos”
Queridos hermanos:
Si ustedes llaman Padre al que juzga imparcialmente las acciones de cada uno, procedan con cautela durante su permanencia en la tierra.
Ya saben ustedes que los han rescatado de su vana conducta heredada de sus antepasados, no con oro y plata corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha, previsto antes de la creación del mundo y manifestado al final de los tiempos para bien de ustedes.
Por Cristo ustedes creen en Dios, que lo resucitó de entre los muertos y le dio gloria, y así han puesto en Dios su fe y su esperanza.
Lc 24, 13-35: “Se les abrieron los ojos y lo reconocieron”
Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a un pueblo llamado Emaús, distante unos once kilómetros de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.
Él les dijo:
— «¿Qué es lo que vienen conversando por el camino?».
Ellos se detuvieron preocupados. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó:
— «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabes lo que ha pasado allí estos días?».
Él les preguntó:
— «¿Qué ha pasado?».
Ellos le contestaron:
— «Lo de Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo. Los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que Él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado: pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a Él no lo vieron».
Entonces Jesús les dijo:
— «¡Qué necios y torpes son ustedes para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?».
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a Él en toda la Escritura.
Ya cerca del pueblo donde iban, Él hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le insistieron, diciendo:
— «Quédate con nosotros, porque ya atardece y está anocheciendo».
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero Él desapareció.
Ellos comentaron:
— «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?».
Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:
— «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón». Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
APUNTES
Al tercer día de la crucifixión del Señor, “el primer día de la semana”, dos discípulos desesperanzados emprenden el retorno a su pueblo. Emaús distaba aproximadamente once kilómetros de Jerusalén.
Al emprender el retorno ya las mujeres habían dado la noticia de que habían hallado el sepulcro vacío, asegurando además que unos ángeles se les habían aparecido y les habían dicho que Jesucristo estaba vivo (ver Mt 28,8).
Quienes las escucharon pensaban que deliraban (ver Lc 24,11). ¿Cómo podría volver a la vida un hombre que había sido tan brutalmente maltratado y crucificado? ¿No había sido todo una bella ilusión? Si Dios había permitido que muriese crucificado como un malhechor, si Dios no había venido en su auxilio enviando las huestes de sus ángeles para derrotar a sus enemigos y a los enemigos de Israel, no podía ser Él el Mesías. La muerte en Cruz había acabado con su líder y junto con Él con todas sus esperanzas e ideales de ver un Israel liberado de la mano de sus enemigos. Lo razonable, a pesar de que el Señor les había anunciado reiteradas veces que resucitaría, era pensar que todo había terminado con su muerte, que Dios no estaba con Él. El anuncio de las mujeres se debía probablemente a un estado emocional alterado, propio de personas que aman mucho a alguien y se resisten a aceptar la dura realidad: ¡Ha muerto el Señor, y con Él toda esperanza!
En el camino a Emaús, aún cuando la pena agobia sus corazones, dos discípulos comparten su abatimiento e infinita tristeza, como lo hacen los amigos cuando llevan el alma cargada de sufrimiento. Su esperanza en Dios ha sido defraudada. Se hallan hundidos en la decepción: esperaban que Jesús fuese el Mesías-liberador de Israel (ver Lc 24,21), pero luego de su dramática crucifixión no quedaba más que el sabor amargo del fracaso y desilusión. Todos sus anhelos y esperanzas, todos sus ideales habían estallado en mil pedazos con la muerte del Maestro y Amigo. Ahora, compañeros en el dolor, compartían sus penas para hacerlas más soportables. La vida debía continuar, así que no les quedaba más que volver a su pueblo, al trabajo rutinario, a ganarse el pan de cada día para continuar la vida.
Es importante resaltar que en medio de su desolación aquellos hombres no se cierran en sí mismos, no se dejan engullir por su tristeza infinita, no se traga cada uno su propia pena por temor a convertirse en una “carga para el otro”, sino que con humildad reconocen la necesidad que en un momento así tienen de abrir sus corazones. La pena compartida se hace más fácil de sobrellevar. La mutua compañía hace más llevadera la cruz. El amigo se convierte en descanso para el alma, fortaleza en la fragilidad, aliento y estímulo en la desolación.
Esa actitud de humilde apertura genera entre los caminantes un dinamismo que permite que incluso un “forastero” pueda acercarse a ellos y compartir con Él sus penas. El diálogo dispone asimismo a los discípulos para que puedan acoger las palabras que han de sanar sus heridas y enardecer nuevamente sus corazones. De este modo el Señor sale al encuentro de aquellos que le muestran sus heridas y sufrimientos y con su singular compañía torna el triste camino a Emaús en un camino de reconciliación.
En efecto, gracias a la apertura de los discípulos, el Señor establece con ellos un diálogo que en sí mismo porta un claro dinamismo reconciliador. Instruyendo primero sus entorpecidas mentes, el Señor les explica que según las Escrituras, y no según sus propias expectativas humanas, el Mesías tenía que padecer mucho y dar su vida en rescate por todo el pueblo. Mientras escuchaban con profunda atención aquello que sin duda fue una incomparable exégesis, las palabras del Señor iban encontrando una profunda resonancia en sus corazones: «El alma (de aquellos hombres) se enardecía al oír la palabra divina», comenta San Gregorio, pues las palabras del Señor, cargadas de luz, penetraban en sus mentes y en sus corazones.
Llegados a Emaús el forastero se dispone a continuar su propio camino y se despide. Luego de su instrucción primera el Señor juzga oportuno dejar que los discípulos den el siguiente paso. Él ya ha tocado a la puerta de sus corazones y ahora es tiempo de esperar su respuesta libre. Al pedirle e insistirle que se quede con ellos es evidente que su adhesión no es obligada. La invitación brota de un profundo deseo de acoger a aquél hombre cuyas enseñanzas habían abierto su entendimiento e iluminado sus embotadas mentes. Recién entonces comprendieron lo que anunciaban las antiguas Escrituras. ¡Cuánta paz, cuánta luz, cuánto consuelo habrá traído el Señor a sus corazones con sus enseñanzas! ¡Sus corazones volvían a encenderse al calor de sus enseñanzas! ¿Cómo no invitarlo a quedarse con ellos aquél día?
De este modo respondían a la iniciativa del Señor, acogiéndolo en su casa, más aún, en sus corazones. Una actitud pasiva, en cambio, habría significado el alejamiento del Señor, el no reconocerlo presente y actuante en sus vidas.
Al invitarlo a permanecer con ellos el Señor dejaba de ser un forastero, o un compañero de camino, y pasaba a ser un amigo. En la mentalidad de aquellos lugares y culturas, acoger a alguien como huésped traía consigo el compromiso de recibirle en la intimidad de la propia familia. Consiguientemente, el vínculo que se formaba entre ellos pasaba a ser sagrado. En los discípulos de Emaús hay el deseo de acoger e introducir al “forastero” en el círculo de su amistad. Con este gesto de generosa hospitalidad ellos mismos se convertirán en huéspedes del Señor, según las palabras del Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20).
El pan que el Señor parte y comparte con ellos será finalmente el signo visible que permita a sus discípulos reconocer una realidad hasta entonces retenida a sus ojos: ¡es el Señor! Al reconocerlo en la fracción del pan y luego de desaparecer Él de su vista, se dicen el uno al otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32). Es así como el camino de reconciliación ha llegado a su culmen: la palabra del Señor y la fracción del pan les ha abierto los embotados ojos de la mente y del corazón, los ha iluminado con un nuevo resplandor, curándolos de toda duda, ignorancia, tristeza, desaliento y miedo.
El gozo que experimentan los discípulos de Emaús, la dicha inmensa que produce la experiencia de reconocer al Señor resucitado es incontenible. Los discípulos, sin importar que sea de noche, se vuelven a Jerusalén de inmediato a anunciar la gozosa noticia a los demás. El anuncio gozoso nace del encuentro reconciliador con Jesucristo, vivo y resucitado.
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Dos discípulos iban de vuelta a casa, a Emaús. Las cosas no habían salido como esperaban. Sus ilusiones se habían trocado en amarga desilusión. En vez del “éxito” se encontraron con el más rotundo fracaso. Según la idea que se habían hecho de Jesús, según su propio modo de ver las cosas, Él tenía que ser el liberador político de Israel. ¡Tantas señales había obrado! Parecía que ya llegaba el momento de ser humanamente glorificado. Sin embargo, todo cambió abruptamente cuando en vez de ser ensalzado fue crucificado como un maldito (ver Gal 3,13). ¡Todo iba tan bien, hasta que Dios hizo SILENCIO!
¿Cuántas veces experimentamos en el caminar de nuestra vida esa ausencia de Dios, porque “las cosas no salieron como yo quería”? ¿Acaso pensamos que los caminos de Dios son fáciles de seguir, que están exentos de todo sufrimiento, de toda prueba? Y cuando en vez de la gloria el Señor me pone delante la cruz, cuando el dolor se cruza en mi camino y Dios parece no escuchar mis súplicas, cuando Dios permite el mal sin intervenir como yo pienso que debería actuar, cuando en vez de intervenir portentosamente solo hace SILENCIO, ¡parece que perdemos la fe!
¿Cuántas veces, en situaciones difíciles, en medio del sufrimiento, pienso que Dios me ha abandonado y me hundo en el desaliento y la desesperanza? ¿Cuántas veces la tristeza en la que me encierro me vuelve ciego a la presencia del Señor, que sale a mi encuentro y camina a mi lado? ¿O cuántas veces reacciono con infantil rebeldía, alejándome de Dios, hundiéndome en mi pecado para buscar un poco de alivio y desahogo, haciéndose luego mis tinieblas más oscuras, más pesadas, y mis soledades más profundas?
Hoy como ayer, en medio de la tristeza o desaliento que podamos experimentar cuando el Señor no responde a nuestras expectativas, cuando parece que “ya todo se ha acabado”, el Señor resucitado sale a nuestro encuentro para preguntarnos: “¿por qué andas triste y cabizbajo?” El abrir el corazón doliente al amigo y compartirle nuestras penas, el buscar al Señor en la oración perseverante aunque a nuestros ojos nublados por la tristeza no se nos presente sino como un “forastero” o extraño, la lectura y escucha atenta de su Palabra, la súplica insistente para que se quede con nosotros, conducen finalmente a recibir el don de esa profunda mirada de fe que nos permite reconocerlo presente «en la fracción del pan» (Lc 24,35). Sí, en la Eucaristía es donde se fortalece nuestra convicción de que Él verdaderamente está con nosotros, acompañándonos todos los días en el camino de la vida de acuerdo a su promesa: «he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
PADRES DE LA IGLESIA
«No estaban, sin embargo, tan ciegos, que no vieran algo, pero había algún obstáculo que les impedía conocer lo que veían (lo que suele llamarse niebla, o algún otro obstáculo). No porque Dios no podía transformar su carne y aparecer diferente de como lo habían visto en otras ocasiones, ya que también se transformó en el Tabor antes de su pasión, de tal modo que su rostro brillaba como el sol. Pero ahora no sucede así, pues no recibimos este impedimento inconvenientemente, sino que el que Satanás haya impedido a sus ojos el reconocer a Jesús, también ha sido permitido por Cristo. Hasta que llegó al misterio del Pan, dando a conocer que cuando se participa de su Cuerpo desaparece el obstáculo que opone el enemigo para que no se pueda conocer a Jesucristo».
San Agustín
«Que el Señor haya hecho ademán de ir más lejos cuando acompañaba a sus discípulos, explicando las Sagradas Escrituras a quienes ignoraban que fuese Él mismo, significa que ha inculcado a los hombres el poder acercarse a su conocimiento a través de la hospitalidad; para que cuando Él mismo se haya alejado de los hombres al cielo sin embargo, se quede con aquellos que se muestran como sus servidores. Aquel que una vez instruido en la doctrina participa de todos los bienes con el que lo catequiza, detiene a Jesús para que no vaya más lejos. He aquí, por qué estos fueron catequizados por la palabra, cuando Jesucristo les expuso las Escrituras. Y como honraron con la hospitalidad a Aquel que no conocieron en la exposición de las Escrituras, lo conocieron en el modo de partir el Pan. No son buenos delante de Dios los que oyen su palabra, sino los que obran según ella (Rom 2,13)».
San Agustín
«Todo el que quiere entender lo que oye, apresúrese a practicar lo que ya puede comprender. El Señor no fue conocido mientras habló, pero se dejó conocer cuando fue alimentado».
San Gregorio
«Aquellos días, amadísimos hermanos, que transcurrieron entre la resurrección del Señor y su ascensión no fueron infructuosos, sino que en ellos fueron reafirmados grandes misterios y reveladas importantes verdades. (...) Durante estos días, el Señor se juntó, como uno más, a los dos discípulos que iban de camino y los reprendió por su resistencia a creer, a ellos, que estaban temerosos y turbados, para disipar en nosotros toda tiniebla de duda. Sus corazones, por Él iluminados, recibieron la llama de la fe y se convirtieron de tibios en ardientes, al abrirles el Señor el sentido de las Escrituras. En la fracción del pan, cuando estaban sentados con Él a la mesa, se abrieron también sus ojos, con lo cual tuvieron la dicha inmensa de poder contemplar su naturaleza glorificada».
San León Magno
CATECISMO