BAUTISMO DEL SEÑOR

10 de enero, 2021
Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto

I. LA PALABRA DE DIOS

Is 42,1-4.6-7: “He aquí mi siervo a quien yo sostengo”

Así dice el Señor:
«Miren a mi siervo, a quien sostengo;
mi elegido, a quien prefiero.
Sobre él he puesto mi espíritu,
para que traiga el derecho a las naciones.
No gritará, no clamará,
no voceará por las calles.
La caña resquebrajada no la quebrará,
ni apagará la mecha que apenas arde.
Promoverá fielmente el derecho,
y no se debilitará ni se cansará,
hasta implantarlo en la tierra,
los pueblos lejanos anhelan su enseñanza.
Yo, el Señor, te he llamado según mi plan salvador,
te he cogido de la mano,
te he formado, y te he hecho
mediador de un pueblo, luz de las naciones.
Para que abras los ojos de los ciegos,
saques a los cautivos de la prisión,
y del calabozo a los que habitan las tinieblas».

Sal 28,1-4.9-10: “El Señor bendice a su pueblo con la paz”

Hech 10,34-38: “Dios ungió a Jesús con la fuerza del Espíritu Santo”

En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo:

—«Ahora comprendo que Dios no hace distinciones; acepta al que lo honra y obra rectamente, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los hijos de Israel, anunciando la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos.

Ustedes saben lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, comenzando por Galilea. Me refie¬ro a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él».

Mc 1,7-11: “Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma.”

En aquel tiempo, proclamaba Juan:

—«Después de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias.

Yo los he bautizado con agua, pero él los bautizará con Espíritu Santo».

Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán.

Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo:

—«Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto».

APUNTES

¿Por qué se hizo bautizar el Señor?

Juan invitaba a un bautismo, distinto de las habituales abluciones religiosas destinadas a la purificación de las impurezas contraídas de diversas maneras. Su bautismo era un bautismo «de conversión para perdón de los pecados» (Mc 1,4). Debía marcar un fin y un nuevo inicio, el cambio de conductas pecaminosas en conductas virtuosas, el abandono de una vida alejada de los mandamientos divinos para asumir una vida justa, es decir, santa, conforme a las enseñanzas divinas. Su bautismo implicaba una confesión de los propios pecados y un propósito decidido de dar «frutos dignos de conversión» (ver Mt 3,6-8).

El simbolismo del ritual hablaba de una realidad: el penitente era sumergido completamente en el agua del Jordán (el término bautismo viene del griego baptizein y significa “sumergir”, “introducir dentro del agua”) significando un sepultar a la persona que en cierto sentido ha muerto por la renuncia a la vida pasada de pecado, para resurgir luego del agua como una persona distinta, purificada. De este modo se simbolizaba su nacimiento para una vida nueva.

Con el bautismo que Juan realizaba se hacía realidad ya cercana lo que anunciaban las antiguas promesas de salvación hechas por Dios a su pueblo: «Una voz clama en el desierto: “¡Preparad el camino del Señor! ¡Allanadle los caminos!”» (Is 40,3). Juan reconocía que su bautismo daría paso a uno infinitamente superior, el Bautismo del Señor Jesús: «Yo os bautizo en agua para conversión… Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3,11).

Un día estaba Juan bautizando en el Jordán cuando se llegó a él el Señor para pedirle que lo bautice. Pero, ¿necesitaba Jesús el bautismo de Juan? ¿Necesitaba renunciar a una vida de pecado, de infidelidad a la Ley divina y de lejanía de Dios, para empezar una vida nueva? No. Por ello Juan se resiste a bautizarlo (ver Mt 3,14). El Señor Jesús es el Cordero inmaculado, en Él no hay mancha de pecado alguno, Él no necesita ser bautizado con un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, Él no necesita morir a una realidad de pecado —inexistente en Él— para comenzar una vida nueva. Ante el Cordero inmaculado Juan se siente indigno y reclama ser él quien necesita ser bautizado por el Señor Jesús. Aún así, el Señor se acerca a Juan como uno de los tantos pecadores para pedir ser bautizado y ante la negativa de Juan insiste: «Déjame ahora, pues conviene que así cumplamos toda justicia» (ver Mt 3,15).

«No es fácil llegar a descifrar el sentido de esta enigmática respuesta. En cualquier caso, la palabra árti —por ahora— encierra una cierta reserva: en una determinada situación provisional vale una determinada forma de actuación. Para interpretar la respuesta de Jesús, resulta decisivo el sentido que se dé a la palabra “justicia”: debe cumplirse toda “justicia”. En el mundo en el que vive Jesús, “justicia” es la respuesta del hombre a la Torá, la aceptación plena de la voluntad de Dios, la aceptación del “yugo del Reino de Dios”, según la formulación judía. El bautismo de Juan no está previsto en la Torá, pero Jesús, con su respuesta, lo reconoce como expresión de un sí incondicional a la voluntad de Dios, como obediente aceptación de su yugo» (Joseph Ratzinger – S.S. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret).

El Señor no necesita ciertamente del bautismo de Juan, sin embargo, obedeciendo a los designios amorosos de su Padre, se hace solidario con los pecadores.

«Sólo a partir de la Cruz y la Resurrección se clarifica todo el significado de este acontecimiento… Jesús había cargado con la culpa de toda la humanidad; entró con ella en el Jordán. Inicia su vida pública tomando el puesto de los pecadores… El significado pleno del bautismo de Jesús, que comporta cumplir “toda justicia”, se manifiesta sólo en la Cruz: el bautismo es la aceptación de la muerte por los pecados de la humanidad, y la voz del Cielo —“Éste es mi Hijo amado”— es una referencia anticipada a la resurrección. Así se entiende también por qué en las palabras de Jesús el término bautismo designa su muerte (ver Mc 10,38; Lc 12,50)» (allí mismo).

Éste, pues, es el sentido profundo del bautismo que recibe de Juan: «Haciéndose bautizar por Juan, junto con los pecadores, Jesús comenzó a cargar con el peso de la culpa de toda la humanidad como Cordero de Dios que “quita” el pecado del mundo. Una obra que cumplió sobre la cruz cuando recibió también su “bautismo”». Es entonces cuando «muriendo se sumergió en el amor del Padre y difundió el Espíritu Santo para que los que creen en Él renacieran de esa fuente inagotable de vida nueva y eterna. Toda la misión de Cristo se resume en esto: bautizarse en el Espíritu Santo para librarnos de la esclavitud de la muerte y “abrirnos el cielo” es decir, el acceso a la vida verdadera y plena» (S.S. Benedicto XVI).

La fiesta del Bautismo del Señor es ocasión propicia para reflexionar sobre nuestro propio Bautismo y sus implicancias. El Bautismo no es un mero “acto social”. Un día yo fui bautizado y mi bautismo marcó verdaderamente un antes y un después: por el don del agua y el Espíritu fuimos sumergidos en la muerte de Cristo para nacer con Él a la vida nueva, a la vida de Cristo, a la vida de la gracia. Por el Bautismo llegué a ser “una nueva criatura” (2Cor 5,16), fui verdaderamente “revestido de Cristo” (Gál 3,27). En efecto, la Iglesia enseña que «mediante el Bautismo, nos hemos convertido en un mismo ser con Cristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2565). Pero si mi Bautismo me ha transformado radicalmente, ¿por qué sigo experimentando en mí una inclinación al mal? ¿Por qué la incoherencia entre lo que creo y lo que vivo? ¿Por qué tantas veces termino haciendo el mal que no quería y dejo de hacer el bien que me había propuesto? (ver Rom 7,15) ¿Por qué me cuesta tanto vivir como Cristo me enseña? Enseña asimismo la Iglesia que aunque el Bautismo «borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios… las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual» (Catecismo de la Iglesia Católica, 405). Dios ha permitido, pues, que luego de mi bautismo permanezcan en mí la inclinación al mal, la debilidad que me hace frágil ante las tentaciones, la inercia o dificultad para hacer el bien, con el objeto de que sean un continuo estímulo y aguijón que me lancen cada día al combate decidido por la santidad, buscando siempre en Él la fuerza necesaria para vencer el mal con el bien. Es así que Dios, luego de recibir el Bautismo, la vida nueva en Cristo, llama a todo bautizado al duro combate espiritual. ¡Nos llama a ti y a mí al combate espiritual! El combate espiritual tiene como objetivo final nuestra propia santificación, es decir, asemejarnos lo más posible al Señor Jesús, alcanzar su misma estatura humana, llegar a pensar, amar y actuar como Él. Sabemos que esa transformación, que es esencialmente interior, es obra del Espíritu en nosotros. Es Dios mismo quien por su Espíritu nos renueva interiormente, nos transforma y conforma con su Hijo, el Señor Jesús. Sin embargo, Dios ha querido que desde nuestra fragilidad y pequeñez cooperemos activamente en la obra de nuestra propia santificación. Decía San Agustín: “quien te ha creado sin tu consentimiento, no quiere salvarte sin tu consentimiento”. Y este consentimiento implica la cooperación decidida en “despojarnos” del hombre viejo y sus obras para “revestirnos” al mismo tiempo del hombre nuevo, de Cristo (ver Ef 4,22 y siguientes). Esto no es sencillo, por eso hablamos de combate, de lucha interior. Para vencer en este combate lo primero que debemos hacer es reconocer humildemente nuestra insuficiencia: sin Él NADA podemos (ver Jn 15,5). No podemos dejar de rezar, no podemos dejar de pedirle a Dios las fuerzas y la gracia necesaria para vencer el mal, nuestros vicios y pecados, para rechazar con firmeza toda tentación que aparezca en nuestro horizonte, para poder perseverar en el bien y en el ejercicio de las virtudes que nos enseña el Señor Jesús. Junto con la incesante oración hemos de proponer medios concretos para ir venciendo los propios vicios o malos hábitos que descubro en mí, para ir cambiándolos por modos de pensar/sentir/actuar que correspondan a las enseñanzas del Señor. Por ejemplo, si suelo ser impaciente con tal persona, respondiéndole mal siempre, procuraré hacer un esfuerzo especial por ser paciente cuando me diga algo y no responderle de mala gana. Si suelo responder mal a quien me trata mal u ofende, no le responderé mal, perdonaré interiormente su actitud, guardaré la serenidad. Si suelo mentir, buscaré estar atento a las ocasiones en las que miento, y diré la verdad si la otra persona debe saberla. De lo contrario, es mejor permanecer callado. Si soy tentado de actos de impureza, no me pondré en ocasión y huiré de inmediato de toda tentación. Si no rezo o voy a Misa porque la flojera me vence, me propondré crearme el hábito de la oración buscando rezar todos los días en horas fijas, cumplir con ir a Misa los Domingos por más flojera que sienta. Si alguien me hizo daño y guardo hacia esa persona pensamientos de rencor, de odio y deseos de venganza, pediré al Señor que me conceda un corazón como el suyo, capaz de perdonar el daño que me han hecho, y rezaré por esa persona como nos enseña Cristo desde la cruz: “Padre, perdónalo porque no sabe lo que hace.” Y así puedes proponerte en la vida cotidiana ir “despojándote del hombre viejo” para “revestirte del Hombre nuevo”. El Señor a todos nos pide perseverar en ese combate (ver Mt 24, 13), con paciencia, con esperanza, nunca dejarnos vencer por el desaliento, siempre levantarnos de nuestras caídas, pedirle perdón con humildad si caemos y volver decididos a la batalla cuantas veces sea necesario. No olvidemos que “el santo no es el que nunca ha caído, sino el que siempre se levanta”.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

La fiesta del Bautismo del Señor es ocasión propicia para reflexionar sobre nuestro propio Bautismo y sus implicancias. El Bautismo no es un mero “acto social”. Un día yo fui bautizado y mi bautismo marcó verdaderamente un antes y un después: por el don del agua y el Espíritu fuimos sumergidos en la muerte de Cristo para nacer con Él a la vida nueva, a la vida de Cristo, a la vida de la gracia. Por el Bautismo llegué a ser “una nueva criatura” (2Cor 5,16), fui verdaderamente “revestido de Cristo” (Gál 3,27). En efecto, la Iglesia enseña que «mediante el Bautismo, nos hemos convertido en un mismo ser con Cristo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2565).

Pero si mi Bautismo me ha transformado radicalmente, ¿por qué sigo experimentando en mí una inclinación al mal? ¿Por qué la incoherencia entre lo que creo y lo que vivo? ¿Por qué tantas veces termino haciendo el mal que no quería y dejo de hacer el bien que me había propuesto? (ver Rom 7,15) ¿Por qué me cuesta tanto vivir como Cristo me enseña? Enseña asimismo la Iglesia que aunque el Bautismo «borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios… las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual» (Catecismo de la Iglesia Católica, 405).

Dios ha permitido, pues, que luego de mi bautismo permanezcan en mí la inclinación al mal, la debilidad que me hace frágil ante las tentaciones, la inercia o dificultad para hacer el bien, con el objeto de que sean un continuo estímulo y aguijón que me lancen cada día al combate decidido por la santidad, buscando siempre en Él la fuerza necesaria para vencer el mal con el bien. Es así que Dios, luego de recibir el Bautismo, la vida nueva en Cristo, llama a todo bautizado al duro combate espiritual. ¡Nos llama a ti y a mí al combate espiritual!

El combate espiritual tiene como objetivo final nuestra propia santificación, es decir, asemejarnos lo más posible al Señor Jesús, alcanzar su misma estatura humana, llegar a pensar, amar y actuar como Él. Sabemos que esa transformación, que es esencialmente interior, es obra del Espíritu en nosotros. Es Dios mismo quien por su Espíritu nos renueva interiormente, nos transforma y conforma con su Hijo, el Señor Jesús. Sin embargo, Dios ha querido que desde nuestra fragilidad y pequeñez cooperemos activamente en la obra de nuestra propia santificación. Decía San Agustín: “quien te ha creado sin tu consentimiento, no quiere salvarte sin tu consentimiento”. Y este consentimiento implica la cooperación decidida en “despojarnos” del hombre viejo y sus obras para “revestirnos” al mismo tiempo del hombre nuevo, de Cristo (ver Ef 4,22 y siguientes). Esto no es sencillo, por eso hablamos de combate, de lucha interior.

Para vencer en este combate lo primero que debemos hacer es reconocer humildemente nuestra insuficiencia: sin Él NADA podemos (ver Jn 15,5). No podemos dejar de rezar, no podemos dejar de pedirle a Dios las fuerzas y la gracia necesaria para vencer el mal, nuestros vicios y pecados, para rechazar con firmeza toda tentación que aparezca en nuestro horizonte, para poder perseverar en el bien y en el ejercicio de las virtudes que nos enseña el Señor Jesús.

Junto con la incesante oración hemos de proponer medios concretos para ir venciendo los propios vicios o malos hábitos que descubro en mí, para ir cambiándolos por modos de pensar/sentir/actuar que correspondan a las enseñanzas del Señor. Por ejemplo, si suelo ser impaciente con tal persona, respondiéndole mal siempre, procuraré hacer un esfuerzo especial por ser paciente cuando me diga algo y no responderle de mala gana. Si suelo responder mal a quien me trata mal u ofende, no le responderé mal, perdonaré interiormente su actitud, guardaré la serenidad. Si suelo mentir, buscaré estar atento a las ocasiones en las que miento, y diré la verdad si la otra persona debe saberla. De lo contrario, es mejor permanecer callado. Si soy tentado de actos de impureza, no me pondré en ocasión y huiré de inmediato de toda tentación. Si no rezo o voy a Misa porque la flojera me vence, me propondré crearme el hábito de la oración buscando rezar todos los días en horas fijas, cumplir con ir a Misa los Domingos por más flojera que sienta. Si alguien me hizo daño y guardo hacia esa persona pensamientos de rencor, de odio y deseos de venganza, pediré al Señor que me conceda un corazón como el suyo, capaz de perdonar el daño que me han hecho, y rezaré por esa persona como nos enseña Cristo desde la cruz: “Padre, perdónalo porque no sabe lo que hace.” Y así puedes proponerte en la vida cotidiana ir “despojándote del hombre viejo” para “revestirte del Hombre nuevo”.

El Señor a todos nos pide perseverar en ese combate (ver Mt 24, 13), con paciencia, con esperanza, nunca dejarnos vencer por el desaliento, siempre levantarnos de nuestras caídas, pedirle perdón con humildad si caemos y volver decididos a la batalla cuantas veces sea necesario. No olvidemos que “el santo no es el que nunca ha caído, sino el que siempre se levanta”.

PADRES DE LA IGLESIA

«Hoy entra Cristo en las aguas del Jordán, para lavar los pecados del mundo: así lo atestigua Juan con aquellas palabras: Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Hoy el siervo prevalece sobre el Señor, el hombre sobre Dios, Juan sobre Cristo; pero prevalece en vistas a obtener el perdón, no a darlo».
San Pedro Crisólogo

«Me dirijo a vosotros, recién nacidos por el bautismo, párvulos en Cristo, nueva prole de la Iglesia, complacencia del Padre, fecundidad de la Madre, germen puro, grupo recién agregado, motivo el más preciado de nuestro honor y fruto de nuestro trabajo, mi gozo y mi corona, todos los que perseveráis firmes en el Señor. Os hablo con palabras del Apóstol: Revestíos de Jesucristo, el Señor, y no os entreguéis a satisfacer las pasiones de esta vida mortal, para que os revistáis de la vida que habéis revestido en el sacramento. Todos los que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo».
San Agustín

«El bautismo tiene una doble finalidad: la destrucción del cuerpo de pecado, para que no fructifiquemos ya más para la muerte, y la vida en el Espíritu, que tiene por fruto la santificación; por esto el agua, al recibir nuestro cuerpo como en un sepulcro, suscita la imagen de la muerte; el Espíritu, en cambio, nos infunde una fuerza vital y renueva nuestras almas, pasándolas de la muerte del pecado a la vida original. Esto es lo que significa renacer del agua y del Espíritu, ya que en el agua se realiza nuestra muerte y el Espíritu opera nuestra vida».
San Basilio Magno

CATECISMO

El bautismo de Jesús

536: El bautismo de Jesús es, por su parte, la aceptación y la inauguración de su misión de Siervo doliente. Se deja contar entre los pecadores; es ya «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29); anticipa ya el «bautismo» de su muerte sangrienta. Viene ya a «cumplir toda justicia» (Mt 3,15), es decir, se somete enteramente a la voluntad de su Padre: por amor acepta el bautismo de muerte para la remisión de nuestros pecados. A esta aceptación responde la voz del Padre que pone toda su complacencia en su Hijo. El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción viene a «posarse» sobre él. De él manará este Espíritu para toda la humanidad. En su bautismo, «se abrieron los cielos» (Mt 3,16) que el pecado de Adán había cerrado; y las aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu como preludio de la nueva creación.

1224: Nuestro Señor se sometió voluntariamente al Bautismo de S. Juan, destinado a los pecadores, para «cumplir toda justicia» (Mt 3,15). Este gesto de Jesús es una manifestación de su «anonadamiento» (ver Flp 2,7). El Espíritu que se cernía sobre las aguas de la primera creación desciende entonces sobre Cristo, como preludio de la nueva creación, y el Padre manifiesta a Jesús como su «Hijo amado» (Mt 3,16-17).

1225: En su Pascua, Cristo abrió a todos los hombres las fuentes del Bautismo. En efecto, había hablado ya de su pasión que iba a sufrir en Jerusalén como de un «Bautismo» con que debía ser bautizado. La sangre y el agua que brotaron del costado traspasado de Jesús crucificado son figuras del Bautismo y de la Eucaristía, sacramentos de la vida nueva: desde entonces, es posible «nacer del agua y del Espíritu» para entrar en el Reino de Dios.

El Bautismo cristiano

1267: El Bautismo hace de nosotros miembros del Cuerpo de Cristo. «Por tanto... somos miembros los unos de los otros» (Ef 4,25). El Bautismo incorpora a la Iglesia. De las fuentes bautismales nace el único pueblo de Dios de la Nueva Alianza que trasciende todos los límites naturales o humanos de las naciones, las culturas, las razas y los sexos: «Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo» (1Cor 12,13).

1269: Hecho miembro de la Iglesia, el bautizado ya no se pertenece a sí mismo, sino al que murió y resucitó por nosotros. Por tanto, está llamado a someterse a los demás, a servirles en la comunión de la Iglesia, y a ser «obediente y dócil» a los pastores de la Iglesia y a considerarlos con respeto y afecto. Del mismo modo que el Bautismo es la fuente de responsabilidades y deberes, el bautizado goza también de derechos en el seno de la Iglesia: recibir los sacramentos, ser alimentado con la palabra de Dios y ser sostenido por los otros auxilios espirituales de la Iglesia.

1270: Los bautizados «por su nuevo nacimiento como hijos de Dios están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia» y de participar en la actividad apostólica y misionera del Pueblo de Dios.