16 de mayo, 2021
“El Señor Jesús subió al Cielo y se sentó a la derecha de Dios”
I. LA PALABRA DE DIOS
Hech 1, 1-11: “Lo vieron levantarse”
En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando desde el principio hasta que, después de dar instrucciones por medio del Espíritu Santo a los Apóstoles, ascendió al cielo. Después de su pasión se les presentó, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del Reino de Dios.
Una vez que comían juntos, les recomendó:
— «No se alejen de Jerusalén; aguarden que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo les he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días ustedes serán bautizados con Espíritu Santo».
Ellos lo rodearon preguntándole:
— «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?»
Jesús contestó:
— «No les toca a ustedes conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, recibirán fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo».
Dicho esto, fue elevado, hasta que una nube lo ocultó de su vista. Mientras miraban fijamente al cielo, viendo cómo Jesús se alejaba, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que dijeron:
— «Galileos, ¿qué hacen ahí plantados mirando al cielo? Este Jesús que de entre ustedes ha sido llevado al cielo volverá de la misma manera que lo han visto marcharse».
Sal 46, 2-3.6-7.8-9: “Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas”
Pueblos todos, batan palmas,
aclamen a Dios con gritos de júbilo;
porque el Señor es sublime y terrible,
emperador de toda la tierra.
Dios asciende entre aclamaciones;
el Señor, al son de trompetas;
toquen para Dios, toquen,
toquen para nuestro Rey, toquen.
Porque Dios es el rey del mundo;
toquen con maestría.
Dios reina sobre las naciones,
Dios se sienta en su trono sagrado.
Ef 1, 17-23: “Lo sentó a su derecha en el Cielo”
Hermanos:
Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les dé espíritu de sabiduría y de revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de su corazón, para que comprendan cuál es la esperanza a la que han sido llamados, cuál es la riqueza gloriosa que da en herencia al pueblo santo, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el Cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro.
Todo lo puso bajo los pies de Cristo, constituyéndolo Cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo y, por lo mismo, plenitud del que llena totalmente el universo.
Mc 16, 15-20: “Vayan al mundo entero y proclamen el Evangelio a toda la creación”
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo:
— «Vayan al mundo entero y proclamen el Evangelio a toda la creación.
El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado.
A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos».
Después de hablarles, el Señor Jesús subió al Cielo y se sentó a la derecha de Dios.
Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.
APUNTES
Antes de ascender al Cielo, el Señor Resucitado manda a sus Apóstoles que permanezcan en Jerusalén para aguardar el Don del Espíritu, prometido por el Padre. Por Él recibirán “el poder de lo Alto” para ser sus testigos «en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo» (1ª. lectura). La reconciliación obtenida por el Señor Jesús no es ya solamente para los hijos de Israel, sino que tiene un alcance universal: es para todos los hombres de todos los tiempos y culturas.
El mandato explícito y misión de ir al mundo entero y proclamar el Evangelio a todas las naciones es una tarea que no podrán realizar con sus solas fuerzas, sino sólo con la fuerza del Espíritu divino. El Espíritu del Señor es el que enciende los corazones en el fuego del divino amor y los lanza al anuncio audaz, decidido, valiente. La evangelización, en ese sentido, tendrá como protagonista al Espíritu Santo que actúa en aquellos que humilde y decididamente cooperan con Él prestándole sus mentes, sus corazones y sus labios. Con la fuerza de lo Alto, los Apóstoles podrán encender otros corazones con ese mismo fuego de amor. El Espíritu Santo anima y conduce a la Iglesia en la tarea evangelizadora a lo largo de los siglos, hasta que el Señor vuelva en su gloria.
En la Ascensión misma contemplamos al Señor resucitado que victoriosamente asciende al Cielo. ¿Quién asciende al Cielo, sino Aquel que antes ha bajado del Cielo? El misterio de la Ascensión hay que verlo como la culminación de un proceso kenótico-ascensional, es decir, un proceso mediante el cual el Hijo de Dios “se abaja” al asumir nuestra naturaleza humana para luego “elevarse” nuevamente al Padre con un cuerpo resucitado y glorificado (ver Flp 2 ,6-11). Todos los misterios del Verbo Eterno que siendo Dios se hace hombre en las entrañas de María Inmaculada, están unidos entre sí, desde la kénosis o abajamiento de la Encarnación, pasando por los acontecimientos dramáticos del Viernes Santo, hasta el júbilo del Primer Día de la Semana, la Pascua del Señor, la Resurrección y finalmente la Ascensión.
La Ascensión al Cielo constituye el fin de la peregrinación del Verbo Encarnado en este mundo. La presencia visible del Señor Jesús «termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por el Cielo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 659). La Ascensión, por la que el Señor «deja el mundo y va al Padre» (ver Jn 16, 28), se integra en el misterio de la Encarnación, y es su momento conclusivo.
Aquel que se ha abajado se eleva a los Cielos llevando consigo una multitud de redimidos. Por ello la Ascensión es una fiesta de esperanza para toda la humanidad. Celebrar la Ascensión del Señor resucitado es confesar que Él es verdaderamente el Camino, la Verdad y la Vida que conducen al Padre (ver Jn 14, 6), es repetir en el corazón alborozado que realmente vale la pena ser persona humana pues Dios, habiéndose hecho hombre, reconciliándonos por su muerte en Cruz, resucitando al tercer día y realizando una nueva Creación mediante el don de su Espíritu, por su Ascensión nos ha abierto finalmente el camino ascensional que conduce a la plena realización humana en participación de la Comunión Divina de Amor.
He allí la esperanza a la que todo ser humano ha sido llamado por Dios, la riqueza de la gloria que otorga en herencia a los santos (2ª. lectura). El Señor Jesús, como primicia, como Cabeza de la Iglesia cuyos miembros somos nosotros, ha ascendido a la derecha del Padre para prepararnos un lugar (ver Jn 14, 2-3). Hacia allí donde el Señor Resucitado ha ascendido, se dirige también todo aquel que hace de Cristo su Camino, la Verdad que ilumina sus pasos, la Vida de la que se nutre y que al mismo tiempo es la meta final de su terreno peregrinar (ver Jn 5, 24; 6, 40).
Luego de su Ascensión los Apóstoles se volvieron a Jerusalén en espera del acontecimiento anunciado y prometido. En el Cenáculo, unidos en común oración en torno a María, la Madre de Jesús (ver Hech 1, 13-14), los discípulos preparan sus corazones aguardando la Promesa del Padre. En los Hechos de los Apóstoles San Lucas relata la vida y acción evangelizadora de la Iglesia primitiva a partir de la Ascensión. Este acontecimiento, junto con el don del Espíritu Santo el día de Pentecostés, marca el inicio del despliegue de la misión evangelizadora de la Iglesia.
San Pablo es llamado por el Señor a sumarse a aquellos Apóstoles que cumplen fielmente la misión confiada a ellos por el Señor. El “Apóstol de los Gentiles” escribe a los efesios de Aquel a quien el Padre, luego de resucitarlo de entre los muertos, ha «sentado a su diestra en los Cielos», sometiendo todas las cosas bajo sus pies y constituyéndole «Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo» (2ª. lectura).
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Contemplamos a Cristo, el Señor resucitado, que victoriosamente asciende al Cielo. Al contemplarlo nuestros ojos se dirigen con firme esperanza hacia ese destino glorioso que Dios por y en su Hijo nos ha prometido también a cada uno de nosotros: la participación en la vida divina, en la comunión de Dios-Amor, por toda la eternidad (ver 2Pe 1, 4; Ef 1, 17ss).
Mas al contemplar nuestro destino glorioso no podemos menospreciar nuestra condición de viadores. Mientras estemos en este mundo, hay camino por recorrer. Por tanto, tampoco nosotros podemos quedarnos «allí parados mirando al cielo» (Hech 1, 11), sino que hemos de “bajar del monte” y “volver a la ciudad” (ver Hech 1, 12), volver a la vida cotidiana con todos sus quehaceres, con toda la a veces pesada carga de preocupaciones diarias. Sin embargo, aunque hemos de sumergirnos nuevamente en las diversas actividades y preocupaciones de cada día, tampoco podemos perder de vista nuestro destino eterno, no podemos dejar de dirigir nuestra mirada interior al Cielo.
Así hemos de vivir día a día este dinamismo: sin dejar de mirar siempre hacia allí donde Cristo está glorioso, con la esperanza firme y el ardiente anhelo de poder participar un día de su misma gloria junto con todos los santos, hemos de vivir intensamente la vida cotidiana como Cristo nos ha enseñado, buscando en cada momento impregnar con la fuerza del Evangelio nuestras propias actitudes, pensamientos, opciones y modos de vida, así como las diversas realidades humanas que nos rodean.
La “aspiración a las cosas de arriba” (ver Col 3, 2), el deseo de participar de la misma gloria de Cristo, lejos de dejarnos inactivos frente a las realidades temporales nos compromete a trabajar intensamente por transformarlas, según el Evangelio.
Sin dejar de mirar al Cielo, ¡debemos actuar! ¡Hay mucho por hacer! ¡Hay mucho que cambiar, en mí mismo y a mi alrededor! ¡Muchos dependen de mí! ¡Es todo un mundo el que hay que transformar desde sus cimientos! Y el Señor nos promete la fuerza de su Espíritu para que seamos hoy sus apóstoles que anuncien su Evangelio a tiempo y destiempo, un pequeño ejército de santos que con la fuerza de su Amor trabajemos incansablemente por cambiar el mundo entero, para hacerlo más humano, más fraterno, más reconciliado, según el Evangelio de Jesucristo y con la fuerza de su gracia, sin la cual nada podemos.
PADRES DE LA IGLESIA
«Así como en la solemnidad de Pascua la Resurrección del Señor fue para nosotros causa de alegría, así también ahora su Ascensión al cielo nos es un nuevo motivo de gozo, al recordar y celebrar litúrgicamente el día en que la pequeñez de nuestra naturaleza fue elevada, en Cristo, por encima de todos los ejércitos celestiales, de todas las categorías de ángeles, de toda la sublimidad de las potestades, hasta compartir el trono de Dios Padre».
San León Magno
«Cristo, el primogénito de entre los muertos, quien con su resurrección ha destruido la muerte, quien mediante la reconciliación y el soplo de su Espíritu ha hecho de nosotros nuevas criaturas, dice hoy: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios. ¡Oh mensaje lleno de felicidad y de hermosura! El que por nosotros se hizo hombre, siendo el Hijo único, quiere hacernos hermanos suyos y, para ello, hace llegar hasta el Padre verdadero su propia humanidad, llevando en ella consigo a todos los de su misma raza».
San Gregorio de Nisa
«El Señor arrastró cautivos cuando subió a los cielos, porque con su poder trocó en incorrupción nuestra corrupción. Repartió sus dones, porque enviando desde arriba al Espíritu Santo, a unos les dio palabras de sabiduría, a otros de ciencia, a otros la gracia de los milagros, a otros la de curar, a otros la de interpretar. En cuanto Nuestro Señor subió a los cielos, su Santa Iglesia desafió al mundo y, confortada con su Ascensión, predicó abiertamente lo que creía a ocultas».
San Gregorio Magno
CATECISMO