DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO

31 de octubre, 2021
Amarás a Dios con todo tu ser y a tu prójimo como a ti mismo

I. LA PALABRA DE DIOS

Dt 6, 2-6: “Escucha, Israel: cuida de practicar lo que te hará feliz”

En aquellos días, habló Moisés al pueblo, diciendo:

— «Teme al Señor, tu Dios, guardando todos los mandamientos, leyes y preceptos que te manda, a ti, a tus hijos y tus nietos, todos los días de tu vida, y así se prolongarán tus días. Escúchalo, Israel, y ponlo por obra, para que te vaya bien y crezcas en número. Ya te dijo el Señor, Dios de tus padres: “Es una tierra que mana leche y miel”.

Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas.

Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria».

Sal 17, 2-4.47.51: “Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza”

Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza;
Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador.

Dios mío, peña mía, refugio mío,
escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Invoco al Señor de mi alabanza
y quedo libre de mis enemigos.

Viva el Señor, bendita sea mi Roca,
sea ensalzado mi Dios y Salvador.
Tú diste gran victoria a tu rey,
tuviste misericordia de tu Ungido.

Heb 7, 23-28: “Cristo es el Sumo Sacerdote que nos convenía”

Durante la antigua alianza hubo muchos sacerdotes, porque la muerte les impedía perdurar. Jesús, en cambio, permanece para siempre, posee un sacerdocio que no pasa. De ahí que puede salvar definitivamente a los que por medio de él se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder en su favor.

Él es el Sumo Sacerdote que necesitábamos: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y elevado por encima del cielo.

Él no necesita ofrecer sacrificios cada día, como aquellos sumos sacerdotes, que ofrecían primero por sus propios pecados, después por los del pueblo; y esto lo realizó una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.

En efecto, la Ley hace a los hombres sumos sacerdotes llenos de debilidades. En cambio, las palabras del juramento, posterior a la Ley, consagran al Hijo, perfecto para siempre.

Mc 12, 28-34: “¿Qué mandamiento es el primero de todos?”

En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó:

— «¿Qué mandamiento es el primero de todos?»

Respondió Jesús:

— «El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es éste: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay mandamiento mayor que éstos».

El escriba replicó:

— «Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de Él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios».

Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo:

— «No estás lejos del reino de Dios».

Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

APUNTES

Por medio de Moisés (1ª. lectura) Dios sella una Alianza con su pueblo elegido y le ofrece un código de conducta moral, «mandamientos, preceptos y normas» que ha de poner en práctica. Una y otra vez nos encontramos con la insistencia de aprender y poner en práctica estos mandamientos (Dt 4,1.5.13-14; 5,1.31; 6,1.24-25; 7,11; 11,32; 12,1; etc.). ¿Pero por qué Dios tanta insistencia en ello? ¿Para quién es el beneficio? ¿Para Dios? Pues no, lo es para su criatura humana, creada libre, pero con necesidad de una orientación para que haciendo un recto uso de su libertad, y desde el pleno ejercicio de la misma, pueda elegir el bien y llegar así a ser lo que está llamada a ser, pueda en ese despliegue orientar todo el mundo hacia Dios y pueda finalmente participar plena y definitivamente de la comunión de amor con su Creador. Los mandamientos divinos no son, pues, una limitación o imposición ajena a la naturaleza humana, todo lo contrario, son el camino que el hombre ha de seguir para llegar a ser feliz, para realizarse verdaderamente, para alcanzar su máxima y verdadera grandeza: «cuida de practicar lo que te hará feliz.» Hacer lo que Dios manda trae la felicidad al propio hombre.

El Señor Jesús jamás trasgredió los mandamientos, los cumplió todos perfectamente amando a Dios por sobre todo, con todo su ser, su mente y corazón. En Él no se halló pecado alguno. Obedeciendo fielmente a su Padre y llevando a cabo la misión reconciliadora encomendada por Él, llegó a ser el Sumo Sacerdote que nos convenía: «santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos» (2ª. lectura). Como tal no tuvo necesidad de ofrecer innumerables sacrificios, como hacían los sacerdotes de la antigua Alianza, sino que realizó un sólo sacrificio, de una vez para siempre, «ofreciéndose a sí mismo» por nosotros en el Altar de la Cruz.

En el Evangelio vemos que se acerca un escriba, supuestamente un gran estudioso y conocedor de la Ley, y le pregunta a Jesús: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?» La pregunta se debe al hecho de que la Ley escrita, es decir, la Torah, contenía, según los rabinos, 613 preceptos. De estos 248 eran positivos, es decir, ordenaban determinadas acciones, mientras 365 eran negativos, ya que eran prohibiciones. Unos y otros se dividían en preceptos leves y preceptos graves, según la importancia que se les atribuía. Entre estos mismos preceptos podía existir también una jerarquía. De allí la pregunta a Jesús, cuál consideraba Él como el más importante de todos.

La respuesta de Jesús no se hizo esperar: «El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.» Es el “Shemá Israel”, que todo israelita sabía de memoria.

Pero como si tal mandamiento no fuese por sí sólo íntegro y completo, al menos en el campo práctico, añadió este otro mandamiento que también se encontraba en la Ley: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos.» En esto consiste la gran novedad que aporta el Señor Jesús: Él enlaza ambos preceptos para formar uno sólo, el “máximo” mandamiento. Y aunque establece una jerarquía poniendo en primer lugar el amor a Dios, establece también un nexo inquebrantable entre este amor y los otros dos amores: al prójimo y a uno mismo.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Sufre quien no es correspondido en su amor. Se queda solo quien se niega a amar o no logra ser amado. ¿Y no es espantosa y angustiante esa soledad? ¿No es a quedarnos sin nadie a lo que más le tememos y huimos? ¿No hemos sido alguna vez o somos acaso ahora infinitamente tristes cuando experimentamos la ausencia de alguien que nos ame, de alguien a quien amar? ¿Quién resiste la soledad, ese sentirse “sólo en esta vida”, no tener a nadie que se preocupe por uno? En la soledad la alegría por la vida se extingue poco a poco, el sufrimiento se hace a veces insoportable.

¡Y es que necesitamos de otros “tú” humanos, necesitamos de la comunión profunda con esos otros seres semejantes a nosotros, necesitamos amar y ser amados para ser felices! Llámese amor paternal o filial, amor fraternal, amor de enamorados o esposos, amor de amistad… necesitamos amar, y nuestra vida se llena de luz, se hace hermosa y plena de sentido cuando amamos y somos amados. Es entonces cuando descubrimos que nuestra felicidad finalmente no depende de cuánto dinero tengamos, de cuántos éxitos en la vida logremos o de cuánta fama y poder alcancemos, tampoco de cuántos placeres gocemos y disfrutemos, sino de cuánto amemos y seamos amados de verdad.

¿Pero por qué es ésta una necesidad para nosotros? Es porque hemos sido creados por Dios-Amor (Ver 1Jn 4,8.16), para el amor, que experimentamos en nosotros esa profunda “hambre” de amor y comunión. ¿Pero es posible alcanzar ese amor al que aspira intensamente mi corazón? ¡Sí! Y el camino es abrirnos al amor de Dios, dejándonos amar por Él, amándolo a Él sobre todo y con todo nuestro ser. De ese modo entramos en comunión con aquél “Tú” por excelencia que responde verdaderamente a nuestros profundos anhelos de amor, y nutridos de ese amor divino, nos hacemos capaces al mismo tiempo de amar como Él a nosotros mismos y a nuestros semejantes.

En efecto, quien pone a Dios en el centro de sus amores, no limita su amor a sólo Dios, no ama menos a los demás, no “pierde”, sino que experimenta que su corazón se ensancha cada vez más, que su amor se purifica, crece, madura y se expresa en lazos de una verdadera amistad, de un auténtico amor y comunión que nunca pasarán, porque Dios no pasa nunca y quien lo ama a Él y en Él ama a todos, jamás perderá a quienes ama sino que los ganará en Él por toda la eternidad.

PADRES DE LA IGLESIA

«La caridad en sentido propio, es decir, en cuanto amistad del hombre, en primer lugar, para con Dios, y, como consecuencia, para con todo lo de Dios, incluye también al mismo hombre que tiene caridad. Así, entre lo que ama con caridad, en cuanto es de Dios, está que se ame a sí mismo por caridad».
Santo Tomás de Aquino

«Recordad conmigo, hermanos, cuales sean estos dos preceptos. Deberíais conocerlos tan perfectamente que no sólo vinieran a vuestra mente cuando yo os los recuerdo, sino que deberían estar siempre como impresos en vuestro corazón. Continuamente debemos pensar en amar a Dios y al prójimo: A Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente; y al prójimo como a nosotros mismos. Éste debe ser el objeto continuo de nuestros pensamientos, éste el tema de nuestras meditaciones, esto lo que hemos de recordar, esto lo que debemos hacer, esto lo que debemos conseguir. El primero de los mandamientos es el amor a Dios, pero en el orden de la acción debemos comenzar por llevar a la práctica el amor al prójimo. (…) Amando al prójimo y preocupándote por él, progresas sin duda en tu camino. Y ¿hacia dónde avanzas por este camino sino hacia el Señor, tu Dios, hacia aquel a quien debemos amar con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente? Aún no hemos llegado hasta el Señor, pero al prójimo lo tenemos ya con nosotros. Preocúpate, pues, de aquél que tienes a tu lado mientras caminas por este mundo y llegarás a Aquél con quien deseas permanecer eternamente».
San Agustín

CATECISMO

La caridad

2055: Cuando le hacen la pregunta: «¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?» (Mt 22, 36), Jesús responde: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22, 37-40). El Decálogo debe ser interpretado a la luz de este doble y único mandamiento de la caridad, plenitud de la Ley:

En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud (Rom 13, 9-10).

2093: La fe en el amor de Dios encierra la llamada y la obligación de responder a la caridad divina mediante un amor sincero. El primer mandamiento nos ordena amar a Dios sobre todas las cosas y a las criaturas por El y a causa de El.

2094: Se puede pecar de diversas maneras contra el amor de Dios. La indiferencia descuida o rechaza la consideración de la caridad divina; desprecia su acción preveniente y niega su fuerza. La ingratitud omite o se niega a reconocer la caridad divina y devolverle amor por amor. La tibieza es una vacilación o negligencia en responder al amor divino; puede implicar la negación a entregarse al movimiento de la caridad. La acedía o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino. El odio a Dios tiene su origen en el orgullo; se opone al amor de Dios cuya bondad niega y lo maldice porque condena el pecado e inflige penas.

La Ley nueva, ley del amor:

1972: La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad, porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo «que ignora lo que hace su señor», a la de amigo de Cristo, «porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15), o también a la condición de hijo heredero.