LA SAGRADA FAMILIA

26 de diciembre, 2021
Vivía sujeto a ellos

I. LA PALABRA DE DIOS

Eclo 3, 3-7. 14-17: «Como a tu Señor sirve a los que te engendraron»

Dios hace al padre más respetable que a los hijos
y afirma la autoridad de la madre sobre sus hijos.

El que honra a su padre alcanza el perdón de sus pecados,
el que respeta a su madre acumula tesoros;
el que honra a su padre recibirá alegría de sus hijos
y, cuando rece, su oración será escuchada;
el que respeta a su padre tendrá larga vida,
al que honra a su madre el Señor lo escucha.

Hijo mío, sé constante en honrar a tu padre,
no lo abandones mientras vivas;
aunque su inteligencia se debilite, sé comprensivo con él,
no lo desprecies mientras vivas.

La ayuda prestada al padre no se olvidará,
será tenida en cuenta para pagar tus pecados.

Sal 127, 1-5: «Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos»

Dichoso el que teme al Señor
y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien.

Tu mujer, como parra fecunda,
en medio de tu casa;
tus hijos, como brotes de olivo,
alrededor de tu mesa.

Ésta es la bendición del hombre que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida.

Col 3, 12-21: «La vida de familia vivida en el Señor»

Hermanos:

Como elegidos de Dios, santos y amados, revístanse de sentimientos de misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión.

Sopórtense mutuamente y perdónense, cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor los ha perdonado: hagan ustedes lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo perfecto.

Que la paz de Cristo reine en sus corazones; a ella han sido convocados, para formar un solo cuerpo. Y sean agradecidos. La palabra de Cristo habite en ustedes con toda su riqueza; instrúyanse unos a otros con toda sabiduría; corríjanse mutuamente.

Canten a Dios, denle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y, todo lo que de palabra o de obra realicen, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él.

Esposas, respeten a sus maridos, como creyentes en el Señor. Maridos, amen a sus esposas, y no sean duros con ellas.

Hijos, obedezcan a sus padres en todo, que eso le gusta al Señor. Padres, no exasperen a sus hijos, no sea que se desalienten.

Lc 2, 41-52: «¿No sabían que yo debía estar en la casa de mi Padre?»

Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de la Pascua.

Cuando Jesús cumplió doce años, subieron a celebrar la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se regresaron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres.

Éstos, creyendo que estaba en la caravana, hicieron un día de camino y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en busca de él.

A los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas; todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba.

Al verlo, sus padres quedaron asombrados, y le dijo su madre:

— «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados».

Él les contestó:

— «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debía estar en la casa de mi Padre?»
Pero ellos no comprendieron lo que quería decir.

Él bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón.

Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres.

APUNTES

La primera lectura está tomada de un libro sapiencial. El pasaje elegido para este Domingo habla de las actitudes que los hijos han de observar para con sus padres. Es deber del hijo honrar a su padre y a su madre. El hijo que así obra experimentará el favor divino, recibirá grandes recompensas.

En la segunda lectura San Pablo exhorta a los cristianos de Colosas a revestirse de sentimientos de misericordia entrañable, es decir, a tener la misma misericordia y caridad que viene de Dios. A este empeño antecede un don: haber sido ellos mismos amados y elegidos por Dios y haber sido santificados por Él. Una vez concedido el don y la gracia, Dios espera de parte del creyente una respuesta generosa y una esforzada cooperación, para que el don y la gracia recibidas se expresen en una vida nueva así como en nuevas relaciones interpersonales, que han de estar regidas por la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión, la paciencia y el mutuo perdón.

De este esfuerzo por revestirse de entrañas de misericordia derivan también la sumisión y obediencia de las esposas con respecto a sus maridos, así como el amor de los maridos a sus mujeres, expresado en un trato digno, amable y respetuoso. En cuanto a los hijos, ha de expresarse en la obediencia de éstos a sus padres, quienes por su parte no han de exasperar a sus hijos.

En un hogar en el que Cristo habita, en el que el amor es vínculo de perfección y causa de unidad, la sumisión o la obediencia no es causa de complejos, no hay dominadores ni dominados, no hay maltratos, no hay abusos e imposición de unos sobre otros. Hay, en cambio, unidad de mente, de corazón y de acción en el amor de Cristo. Donde la caridad tiene la primacía, la relación que prima entre los miembros de la familia —empezando por los esposos de quienes los hijos han de aprender— es de respeto y mutuo servicio. Cada cual buscará en primer lugar el bien del otro antes que el propio, venciendo de este modo todo egoísmo e individualismo corrosivo. En el esfuerzo personal por revestirse interiormente de la caridad de Cristo se va construyendo la verdadera y profunda comunión entre los esposos e hijos, comunión que trae paz y alegría a la casa.

Esta unión en el amor se vivía ejemplarmente en la familia de Nazaret. Mas en el Evangelio de este Domingo, en el que aparecen en escena los tres miembros de esta familia, llama la atención lo que acaso podríamos juzgar como un acto de desconsideración de Jesús frente a sus padres cuando en el contexto de la anual peregrinación al Templo con ocasión de la celebración de la pascua judía, Él decide quedarse en Jerusalén sin avisar a sus padres. Sin advertir su ausencia, María y José emprenden el retorno a Nazaret en la caravana en la que iban acompañados de sus parientes y amigos, confiados en que Jesús estaría entre ellos. Ciertamente no esperaban que hiciera algo semejante sin consultarles o avisarles. Avanzada ya la caravana se percatan de su ausencia. ¿Dónde está Jesús?

De inmediato José y María se lanzan a la búsqueda, regresan presurosos a Jerusalén y lo encuentran finalmente después de tres días, tranquilo y sereno en el Templo, participando de las discusiones de los maestros de la ley, arrancando alabanzas de los mismos por su precoz sabiduría. La Madre entonces expresa una justa y comprensible queja: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así?» El niño Jesús responde algo que en ese momento les resulta difícil comprender: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debía estar en la casa de mi Padre?» Es como si les dijera: “al notar mi ausencia, el primer lugar en el que tenían que haberme buscado es en el Templo. Además, no tenían por qué pasar angustias, sabiendo que yo estaría aquí.”

Cabe destacar que si el niño Jesús ha abandonado momentáneamente a su familia humana, incluso haciéndoles pasar un mal rato por no comunicarles nada, ha sido en virtud de la única razón capaz de inducirle a tal abandono: el amor supremo a su Padre y la profunda necesidad de responder a su propia vocación y misión en el mundo. Para el Señor Jesús el amor a Dios y la obediencia a sus designios está en primer lugar, es de un grado superior a la debida sumisión a su madre y a su padre putativo. No establece el Señor una oposición, sino una prioridad y supremacía. El primer mandamiento es el de amar a Dios sobre todo, de modo que el amor a Dios está por encima de todo otro amor humano, también el amor debido a los padres humanos.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

La Iglesia está segura de que la familias cristianas, al contemplar y descubrir en la Sagrada Familia las características del auténtico amor, tal y como debe ser vivido entre los esposos y sus hijos, serán ellos mismos firmemente alentados y rectamente orientados a seguir ese específico sendero de santidad y de plena realización humana.

¿Cuáles son algunas de esas orientaciones que la paradigmática familia de Nazaret brinda a las familias cristianas?

«Como elegidos de Dios, santos y amados, revístanse de sentimientos de misericordia entrañable». La voz del Apóstol les recuerda principalmente a los padres, aunque también a todo otro miembro de la familia cristiana, que ante todo deben tener siempre una clara conciencia de su identidad y “estado de elección”: los esposos son elegidos de Dios, amados suyos, santificados por el Señor Jesús. Respondiendo a su altísima dignidad y a la gratuidad de su elección, don del amor de Dios, su primera y principal tarea es la de trabajar esforzadamente por ser santos (ver Lumen gentium, 40), procurando vivir en amorosa obediencia a Dios y a sus planes de amor. Los esposos son elegidos de Dios (ver Ef 1, 5-6) para una misión de paternidad o maternidad, misión que sólo podrán realizar si trabajan por hacer de su matrimonio un ámbito de comunión que se nutre del amor que viene de Dios.

En efecto, la familia cristiana se construye y edifica sobre el amor de los esposos, amor que ante todo es un don de Dios derramado en sus corazones (ver Rom 5, 5) y que han de vivir entre sí “como Cristo nos ha enseñado” (ver Jn 15, 12), amor por el que «se entregan y se reciben recíprocamente en la unidad de “una sola carne”» (S.S. Juan Pablo II, Carta a las familias, 11). Este amor, «que hace que el hombre se realice mediante la entrega sincera de sí mismo», significa «dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar libre y recíprocamente», y ese amor, que realiza la entrega de la persona «exige, por su naturaleza, que sea duradera e irrevocable» (lug. cit.).

La fidelidad de los padres a su identidad y vocación fundamental como hijos de Dios les permitirá, como discípulos de Cristo, revestirse de «entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia» (Col 3, 12), haciendo del amor y de la caridad el vínculo de comunión de esta pequeña iglesia doméstica. Por ello, cuando «la esencia y el cometido de la familia son definidos en última instancia por el amor» (S.S. Juan Pablo II, Familiaris consortio, 17), el hogar cumple su función de ser la primera escuela de vida cristiana, «escuela del más rico humanismo» (Gaudium et spes, 52) en donde los hijos aprenden a vivir el amor en la entrega de sí mismos y en la respetuosa acogida del otro.

Como colaboradores de Dios en su obra creadora (ver S.S. Juan Pablo II, Evangelium vitae, 43), los padres han de recordar siempre con alegría y gratitud su específica vocación de servir a la vida que brota del don de Dios, vida que es el fruto precioso de su unión en el amor. En este sentido, ser padre o madre implica ser portador de una hermosísima misión de la que el Señor les ha hecho partícipes: viviendo un amor maduro deberán estar abiertos a la bendición de la vida, han de cuidar y proteger a sus hijos porque son un don de Dios y han de educarlos, con la palabra y el ejemplo, «en la auténtica libertad, (aquella) que se realiza en la entrega sincera de sí». De este modo cumplen fielmente su misión, cuando buscan cultivar en sus hijos «el respeto del otro, el sentido de la justicia, la acogida cordial, el diálogo, el servicio generoso, la solidaridad y los demás valores que ayudan a vivir la vida como un don» (S.S. Juan Pablo II, Evangelium vitae, 92).

Recuerden vivamente que por el ejercicio constante de su fe los esposos cristianos están llamados a colaborar primera y principalmente con la gracia del Señor en la tarea de traer a sus hogares la presencia del Emmanuel: como María, acogiendo, concibiendo y dando a luz la Palabra, y como José, protegiendo diligentemente al Niño de la persecución que sufre en el mundo por los modernos “Herodes”. En este sentido, toda familia cristiana «recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia su esposa» (Familiaris consortio 17). Tras las huellas de María y José, los hogares cristianos están llamados a convertir «su vocación al amor doméstico —con la oblación sobrehumana de sí, de su corazón y de toda capacidad—, en el amor puesto al servicio del Mesías, que crece en su casa» (S.S. Pablo VI). De ese modo, al esforzarse los padres en ser para sus hijos un vivo ejemplo y testimonio de amor y caridad cristiana, los hijos estarán en condiciones de vivir, a su vez, en amorosa y respetuosa actitud para con sus padres y con todos sus semejantes.

Por último, los padres cristianos tienen como deber más sagrado el fomentar en sus hijos la obediencia de la fe prestada a Dios (ver Catecismo de la Iglesia Católica, 142-144), por la que los guían y orientan en el camino de su propia realización, según la propia vocación y misión con la que Dios los bendice. Son justamente los padres quienes han de educar a sus hijos que «en primer lugar es necesario hacer la voluntad de Dios», y que «el vínculo espiritual vale más que el vínculo de la sangre» (S.S. Benedicto XVI). Así el Evangelio «revela la más auténtica y profunda vocación de la familia: la de acompañar a cada uno de sus miembros en el camino de descubrimiento de Dios y del designio que Él ha dispuesto para cada uno» (S.S. Benedicto XVI).

PADRES DE LA IGLESIA

«Obedeciendo desde su primera edad a sus padres, se sometió Jesús humilde y respetuosamente a todo trabajo corporal, porque, aunque eran honestos y justos, con todo, como pobres y sufriendo escasez hasta en lo necesario, es claro que se procuraban lo necesario para la vida con el continuo sudor de sus cuerpos. Y bien, Jesús, que obedecía a sus padres —como dice la Sagrada Escritura—, tomaba parte en sus trabajos con entera sumisión».
San Basilio

«La ida del Señor con sus padres a Jerusalén todos los años por la Pascua, es una señal de humana humildad. Porque es deber del hombre acudir a ofrecer sacrificios al Señor y hacérsele propicio por medio de oraciones. Hizo, pues, el Señor entre los hombres, habiendo nacido hombre, lo mismo que Dios había mandado a los hombres por medio de sus ángeles. Por lo que dice: “Según solían en aquella solemnidad”. Sigamos, pues, el camino de su vida humana, si nos deleita la idea de ver la gloria de su divinidad».
San Beda

CATECISMO

La familia cristiana, “iglesia doméstica”

1655: Cristo quiso nacer y crecer en el seno de la Sagrada Familia de José y de María. La Iglesia no es otra cosa que la «familia de Dios». Desde sus orígenes, el núcleo de la Iglesia estaba a menudo constituido por los que, «con toda su casa», habían llegado a ser creyentes. Cuando se convertían deseaban también que se salvase «toda su casa». Estas familias convertidas eran islotes de vida cristiana en un mundo no creyente.

1656: En nuestros días, en un mundo frecuentemente extraño e incluso hostil a la fe, las familias creyentes tienen una importancia primordial en cuanto faros de una fe viva e irradiadora. Por eso el Concilio Vaticano II llama a la familia, con una antigua expresión, «Ecclesia doméstica» (LG 11). En el seno de la familia, «los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo, y han de fomentar la vocación personal de cada uno y, con especial cuidado, la vocación a la vida consagrada» (LG 11).

1657: Aquí es donde se ejercita de manera privilegiada el sacerdocio bautismal del padre de familia, de la madre, de los hijos, de todos los miembros de la familia, «en la recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor que se traduce en obras» (LG 10). El hogar es así la primera escuela de la vida cristiana y «escuela del más rico humanismo» (GS 52,1). Aquí se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de su vida.

1658: Es preciso recordar asimismo a un gran número de personas que permanecen solteras a causa de las concretas condiciones en que deben vivir, a menudo sin haberlo querido ellas mismas. Estas personas se encuentran particularmente cercanas al corazón de Jesús; y, por ello, merecen afecto y solicitud diligentes de la Iglesia, particularmente de sus pastores. Muchas de ellas viven sin familia humana, con frecuencia a causa de condiciones de pobreza. Hay quienes viven su situación según el espíritu de las bienaventuranzas sirviendo a Dios y al prójimo de manera ejemplar. A todas ellas es preciso abrirles las puertas de los hogares, «iglesias domésticas» y las puertas de la gran familia que es la Iglesia. «Nadie se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia de todos, especialmente para cuantos están “fatigados y agobiados” (Mt 11, 28)».