DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO

13 de febrero, 2022
Dichosos ustedes… porque su recompensa será grande en el Cielo

Jer 17,5-8: “Bendito quien confía en el Señor”

Así dice el Señor:

«Maldito quien pone su confianza en el hombre, y en él busca su fuerza, apartando su corazón del
Señor.

Será como un cardo en el desierto, que no disfruta del agua cuando llueve; habitará en la aridez del
desierto, tierra salobre e inhóspita.

Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza.

Será como un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el calor no lo sentirá, sus hojas se conservarán siempre verdes; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto».

Sal 1, 1-4 y 6: “Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor”

Dichoso el hombre
que no sigue el consejo de los impíos,
ni entra por la senda de los pecadores,
ni se sienta en la reunión de los cínicos;
sino que su gozo es la ley del Señor,
y medita su ley día y noche.

Será como un árbol
plantado al borde de la acequia: da fruto a su tiempo
y no se marchitan sus hojas;
y cuanto emprende tiene buen fin.

No así los impíos, no así;
serán paja que arrebata el viento.
Porque el Señor protege el camino de los justos,
pero el camino de los impíos acaba mal.

1Cor 15, 12.16-20: “Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron”

Hermanos:

Si anunciamos que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo es que dice alguno de ustedes que los muertos no resucitan?

Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó; y, si Cristo no ha resucitado, la fe de ustedes no tiene sentido, siguen con sus pecados; y los que murieron con Cristo se han perdido. Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados.

¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos.

Lc 6, 17.20-26: “Su recompensa será grande en el Cielo”

En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se detuvo en un llano, con un grupo grande de
discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.

Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo:

— «Dichosos los pobres, porque de ustedes es el reino de Dios.

Dichosos los que ahora tienen hambre, porque quedarán saciados.

Dichosos los que ahora lloran, porque reirán.

Dichosos ustedes, cuando los hombres los odien, y los excluyan, y los insulten, y desprecien el nombre de ustedes como infame, por causa del Hijo del hombre. Alégrense ese día y salten de gozo, porque la recompensa de ustedes será grande en el Cielo. Eso es lo que hacían sus padres con los profetas.

Pero, ¡ay de ustedes, los ricos!, porque ya tienen su consuelo.

¡Ay de ustedes, los que ahora están saciados!, porque tendrán hambre.

¡Ay de los que ahora ríen!, porque harán duelo y llorarán.

¡Ay si todo el mundo habla bien de ustedes! Eso es lo que hacían sus padres con los falsos profetas».

APUNTES

“Maldito” y “bendito” son categorías que definen dos maneras de vivir, ya sea en este mundo o también después de esta vida.

Es calificado como “maldito” quien marginando totalmente a Dios se fía de su propio ingenio, de su capacidad y de sus solas fuerzas, o de las de otros. Se hace “maldito” quien espera encontrar su seguridad y significación en lo pasajero, en la vanidad del mundo, quien busca en sí mismo su grandeza y su realización. Se torna en un “maldito” porque en su egocentrismo se hace a sí mismo dios cuando no lo es. La maldición que en este proceso de rechazo de Dios y de endiosamiento de sí mismo trae sobre sí es la aridez del espíritu, el sinsentido de su existencia, el corazón inhóspito y vacío, solo, roto y dividido. La negación de Dios y de sus designios, abierta en el caso del rechazo frontal, o solapada en el caso de la indiferencia o del agnosticismo funcional, lleva inexorablemente al ser humano a su propia destrucción, a su muerte.

“Bendito” en cambio es aquél o aquella que confiando en Dios entra en contacto con la fuente de su vida, de su amor y felicidad. El ser humano, porque es criatura de Dios, no puede vivir sin Dios. Sólo en Dios puede realizarse, llegar a ser quien está llamado a ser, llegar a amar como está llamado a amar. Al reconocer humildemente esta dependencia, su ser permanece en Dios, se abre a su fuerza y amor divino, y se despliega poco a poco hasta alcanzar su plenitud humana. Es entonces cuando la persona encuentra su máxima felicidad o bienaventuranza.

Quien confía en Dios se asemeja así a un árbol que permanece «plantado al borde de la acequia»: arraigado en Dios, permanece firme en los momentos más arduos y difíciles de la existencia, incluso en momentos de “sequía” «da fruto a su tiempo y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin» (Salmo responsorial). Esta imagen del árbol plantado al borde del arroyo es clásica en la Sagrada Escritura. Expresa que el ser humano se desarrolla plenamente cuando se arraiga en Dios, en su Ley y en su Palabra. Lo que el agua es para la planta, eso es Dios y su Palabra para el ser humano. Separarse de Dios es condenarse no sólo a la esterilidad, sino a la sequedad y a la muerte lenta. En cambio, la aceptación de los designios divinos trae consigo el pleno despliegue de todo lo que él es y le conduce a la “bienaventuranza”, es decir, la máxima felicidad posible para el ser humano: «lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, [es] lo que Dios preparó para los que le aman» (1Cor 2,9).

Dios, por sobreabundancia de amor, ha creado al ser humano a su imagen y semejanza, con el fin de que participe de su misma comunión divina de amor y comparta con Él la misma felicidad y gozo que Dios vive en sí mismo, por toda la eternidad. Pero el amor no puede ser impuesto, ni obligado. Por ello Dios crea al ser humano libre: cada cual debe responder a la invitación divina desde su propia libertad. Cada cual es libre para decirle “sí” o “no”. Dios respetará la respuesta libre de cada cual, pero advierte y aconseja: «te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, viviendo unido a Él; pues en eso está tu vida» (Dt 30,19-20).

El “no” dado a Dios tiene consecuencias terribles para la criatura humana: trae sobre sí la muerte, porque Él es la vida misma y la fuente de toda vida y felicidad. Para el ser humano apartarse de Dios equivale al suicidio, es traer sobre sí mismo la muerte, la maldición, la infelicidad. Ante el “no” dado por nuestros primeros padres y las terribles consecuencias que ese “no” trajo sobre toda la humanidad, Dios preparó en la historia el envío de su propio Hijo «para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Jesucristo, el Señor, es para todo ser humano «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). Él es quien ha venido a reconciliar al ser humano y a abrir para él nuevamente el camino a la bienaventuranza, a la felicidad plena que deriva de la comunión con Dios y de la participación de su misma naturaleza divina (ver 2Pe 1,4).

Es al Señor Jesús a quien escuchamos en el Evangelio de este Domingo proclamar un elenco de “bienaventuranzas” junto con un elenco de “ayes”, “bienaventuranzas” y “ayes” que equivalen a aquellos “benditos” y “malditos” de Jeremías. El pasaje invita a considerar el contraste entre dos escalas de valores completamente opuestas: la del mundo y la de Dios. Las “bienaventuranzas” y los “ayes” propuestos por el Señor chocan frontalmente con la visión del mundo, tan llevada por la apariencia y la vanidad de las cosas, y descubren la jerarquía de valores a los ojos de Dios.

¿Qué garantiza que la promesa de la bienaventuranza para el ser humano se va a realizar en quienes confían en Dios? El acontecimiento histórico e incontestable de la Resurrección de Cristo, del que nos habla el apóstol Pablo en la segunda lectura. Cristo verdaderamente ha resucitado, y en su resurrección se fundamenta la esperanza del creyente de poder participar un día de aquella plenitud de gozo y felicidad que Dios le tiene prometida, pues en Cristo resucitarán para la Vida los que en Él vivan y mueran.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Dios, que te ha creado, quiere para ti tu máximo bien, tu vida, tu felicidad. ¡Para eso te ha creado! Y te ha creado libre para que haciendo un recto uso de tu libertad puedas elegir bien y así participar ya ahora y luego de tu muerte por toda la eternidad de su misma vida y felicidad, en la comunión divina de su amor. ¿No consiste en esto la felicidad de todo ser humano: poder amar y ser amado sin límites ni medida? Es en la comunión con Dios y con todos los santos como este anhelo profundamente inscrito en el corazón humano será plenamente saciado.

El mundo, cuando opta por apartar a Dios del camino para erigirse a sí mismo como dios, trae sobre sí mismo su propia maldición. Las sociedades en las que vivimos, sociedades de raíces cristianas aunque cada vez más enemigas de Cristo y de su Iglesia, son sociedades signadas por el materialismo, el consumismo, el hedonismo, sociedades en las que se impone cada vez más el relativismo moral, ofrecen seductoras propuestas de felicidad, alternativas a la felicidad que Dios ofrece al ser humano. Así, según los criterios del mundo, será feliz aquel que pueda gozar de salud, de dinero, de bienes, de fama, éxito y reconocimiento, de poder, de placeres sin restricción o límite moral. Yendo tras esos ídolos ciertamente se experimentan intensos gozos, emociones y placeres, pero que al estar marcados por la fugacidad se parecen a lindas burbujas de jabón: nos fascinan por sus cambiantes colores pero de pronto estallan y desaparecen para no dejar sino un enorme vacío y tristeza, vacío que buscará llenarse con más experiencias similares, cada vez más intensas, para nunca jamás salir de un círculo vicioso que hunde cada vez más en el abismo del sinsentido y de la desesperanza a quien se deja esclavizar por su dinamismo. ¡Qué vacíos nos descubrimos, luego de alcanzar todo aquello que el mundo ofrece y promete que nos hará “grandes”, que nos llevará a sentirnos “como dioses”!

Dios conoce bien el camino que debes recorrer para alcanzar tu felicidad. Por el amor que te tiene, Dios envió a su propio Hijo para mostrarte en Él el Camino que has de recorrer para alcanzar tu felicidad. El Señor Jesús, que te conoce mejor que tú mismo, que tú misma, sabe bien de ese anhelo que palpita intensamente en lo profundo de tu ser. Él ha venido justamente a responder a esa ansia de felicidad y te ofrece también a ti esa «agua viva» (Jn 4,10) que apagará tu sed de infinito, regalándote una felicidad que nada ni nadie podrá arrebatarte jamás (ver Jn 16,22). Él mismo es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6): Camino y Verdad sobre ti mismo que te conducirá a tu plena realización, a la felicidad y gozo que tanto buscas y anhelas. Por medio de Él el Padre te irá mostrando el Plan que Él tiene para ti, es decir, el camino que recorrido con fidelidad te llevará a la plena felicidad, a la bienaventuranza total.

Así, pues, ¿quieres ser feliz? No te dejes engañar por las seductoras pero falsas promesas de felicidad: si el mundo te ofrece riquezas, placeres, fama y poder con la condición de que te olvides de Dios, de sus promesas y de sus mandamientos, ten la certeza de que por una gloria vana y furtiva estarás trayendo sobre ti la “maldición”, la desgracia, la soledad y la muerte eterna.

Si verdaderamente quieres ser feliz confía en el Señor y sigue el camino que Él te señala, aunque a primera vista parezca contradictorio y arduo de seguir, aunque lo que aparezca ante ti sólo sea la cruz. Recorrido con el Señor, ese Camino te llevará a la alegría presente y luego a la bienaventuranza eterna. ¡Confía plenamente en Él y haz lo que Él te diga (ver Jn 2,5), hoy y siempre!

Y si por creer en Dios y mostrarte cristiano sufres pruebas o experimentas situaciones adversas y difíciles, abrázate firmemente a la Cruz del Señor y ejercítate en la virtud de la paciencia, es decir, en la vigorosa disposición de ánimo que no sucumbe ante el sufrimiento, sino que sabe esperar en el Señor y en la realización de sus promesas. Nunca permitas que las pruebas o dificultades sufridas por Cristo, experimentadas en tu esfuerzo diario de vivir según las enseñanzas de Cristo, te aparten del Señor. Tú, repite siempre como San Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?... en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rom 8,35-37).

PADRES DE LA IGLESIA

«No puede llamarse bienaventurado a todo el que es afligido por la pobreza, sino solamente al que prefiere el precepto de Jesucristo a las riquezas mundanas. Hay muchos pobres de bienes, pero que son muy avaros por el afecto; a éstos no los salva la pobreza, pero los condena su deseo. Ninguna cosa que no sea voluntaria aprovecha para la salvación, por la sencilla razón de que toda virtud está basada en el libre albedrío. Es bienaventurado el pobre que imita a Jesucristo, quien quiso sufrir la pobreza por nuestro bien; porque el mismo Señor todo lo hacía para manifestarse como nuestro modelo y podernos conducir a la eterna salvación».
San Basilio

«Aun cuando en la abundancia de las riquezas hay muchos alicientes para pecar, también hay muchos medios para practicar la virtud. Aunque la virtud no necesita opulencia, y la largueza del pobre es más laudable que la liberalidad del rico, sin embargo la autoridad de la sentencia celeste no condena a los que tienen riquezas, sino a los que no saben usar de ellas. Porque así como el pobre es tanto más laudable cuanto más pronto es el afecto con que da, así es tanto más culpable el rico que tarda en dar gracias a Dios por lo que ha recibido, y se reserva sin utilidad la fortuna que le ha sido dada para el uso de todos. Luego no es la fortuna, sino el afecto a la fortuna, el que es criminal; y aunque no hay mayor tormento que amontonar con inquietud lo que ha de aprovechar a los herederos, sin embargo, como los deseos de amontonar de la avaricia se alimentan de cierta complacencia, los que tienen el consuelo de la vida presente pierden el premio eterno».
San Ambrosio

«Sigue a la pobreza, no sólo la falta de las cosas deleitables, sino también la depresión del semblante por la tristeza. Por lo que sigue: “Bienaventurados los que lloráis”. Considera como bienaventurados, no precisamente a los que derraman lágrimas —porque esto es propio de todos, tanto fieles como infieles, cuando experimentan alguna contrariedad— sino solamente a aquellos que hacen una vida mortificada, se preservan de los vicios y de las afecciones carnales».
San Cirilo

CATECISMO

Dios nos ha creado para participar de su misma felicidad: nuestra vocación es a la bienaventuranza

1: Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas.Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En Él y por Él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada.

1718: Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer:

– Ciertamente todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada (S. Agustín).

– ¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti (S. Agustín).

1719: Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Esta vocación se dirige a cada uno personalmente, pero también al conjunto de la Iglesia, pueblo nuevo de los que han acogido la promesa y viven de ella en la fe.

Cristo, modelo y maestro de las bienaventuranzas

459: El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí...» (Mt 11,29). «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración, ordena: «Escuchadle» (Mc 9,7). Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo.

1716: Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los Cielos...

1717: Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos.

¿En qué consiste la bienaventuranza prometida?

1720: El Nuevo Testamento utiliza varias expresiones para caracterizar la bienaventuranza a la que Dios llama al hombre: la llegada del Reino de Dios, la visión de Dios: «Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8), la entrada en el gozo del Señor, la entrada en el Descanso de Dios:

Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá fin (S. Agustín)?

1721: Porque Dios nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y amarle, y así ir al Cielo. La bienaventuranza nos hace participar de la naturaleza divina y de la Vida eterna (ver Jn 17,3). Con ella, el hombre entra en la gloria de Cristo (ver Rom 8,18) y en el gozo de la vida trinitaria.

1722: Semejante bienaventuranza supera la inteligencia y las solas fuerzas humanas. Es fruto del don gratuito de Dios. Por eso la llamamos sobrenatural, así como también llamamos sobrenatural la gracia que dispone al hombre a entrar en el gozo divino.

1723: La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor:

El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje «instintivo» la multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad... Todo esto se debe a la convicción de que con la riqueza se puede todo. La riqueza, por tanto, es uno de los ídolos de nuestros días, y la notoriedad es otro... La notoriedad, el hecho de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse una fama de prensa), ha llegado a ser considerada como un bien en sí mismo, un bien soberano, un objeto de verdadera veneración (Card. Newman).

1724: El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino de los Cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante los actos de cada día sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios.

La “maldición”: eterna separación de Dios, fuente de la felicidad

1035: La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, «el fuego eterno». La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.