19 de junio, 2022
“Éste es mi Cuerpo; éste es el cáliz de mi Sangre“
Gen 14, 18-20: “Melquisedec ofreció pan y vino”
En aquellos días, Melquisedec, rey de Salén, sacerdote del Dios altísimo, sacó pan y vino y bendijo a Abraham, diciendo:
— «¡Bendito sea Abraham de parte de Dios el altísimo, creador de cielo y tierra; bendito sea Dios el altísimo, que entregó a tus enemigos en tus manos!»
Y Abraham le dio el diezmo de todo.
Sal 109, 1-4: “Tú eres sacerdote eterno, Señor Jesús”
Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos
estrado de tus pies».
Desde Sión extenderá el Señor
el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.
«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, como rocío,
antes de la aurora».
El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno,
según el rito de Melquisedec».
1 Cor 11, 23-26: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes… Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre”
Hermanos:
Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez les he transmitido:
Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo:
— «Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en conmemoración mía».
Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo:
— «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; hagan esto cada vez que lo beban, en conmemoración mía».
Por eso cada vez que comen de este pan y beben de este cáliz, anuncian la muerte del Señor, hasta que vuelva.
Lc 9, 11-17: “Comieron todos hasta saciarse, y sobraron doce canastos”
En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar a la multitud del reino de Dios y curó a los que lo necesitaban.
Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle:
— «Despide a la gente; que vayan a los pueblos y caseríos de los alrededores a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en un lugar deshabitado».
Él les contestó:
— «Denles ustedes de comer».
Ellos replicaron:
— «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para toda esta gente».
Porque eran unos cinco mil hombres.
Jesús dijo a sus discípulos:
— «Háganlos sentar en grupos de alrededor de cincuenta».
Lo hicieron así, y todos se sentaron.
Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Todos comieron hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron doce canastas.
APUNTES
Desde hace siete siglos el jueves siguiente a la fiesta de la Santísima Trinidad ha sido dedicado a una especial veneración de la Santísima Eucaristía. Es el día en que se celebra la fiesta del Corpus Christi, la fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo. Se celebra el jueves, por ser éste el día en que el Señor instituyó la santa Eucaristía la noche de la Última Cena. Por razones pastorales, esta fiesta en algunos lugares se traslada al siguiente Domingo.
El día que celebramos la fiesta del Corpus Christi el Señor realmente Presente en el pan y vino consagrados no permanece en nuestras iglesias, «sino que también caminamos con la mirada fija en la Hostia eucarística, juntos todos en procesión, que es un símbolo de nuestra peregrinación con Cristo en la vida terrena. Caminamos por las plazas y calles de nuestras ciudades, por esos caminos nuestros en los que se desarrolla normalmente nuestra peregrinación. Allí donde viviendo, trabajando, andando con prisas, lo llevamos en lo íntimo de nuestros corazones, allí queremos llevarlo en procesión y mostrárselo a todos, para que sepan que, gracias al Cuerpo del Señor, todos pueden tener en sí la vida» (S.S. Juan Pablo II, Homilía en la fiesta del Corpus Christi, 8/6/1980).
La multiplicación milagrosa de los panes (Evangelio) es una prefiguración de otro Milagro muchísimo más asombroso: anuncia el don salvífico de la Eucaristía, inaudito Milagro del Amor divino por el cual el pan y el vino que consagra el sacerdote en la santa Misa se transforman verdaderamente en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, haciéndose el Señor Jesús realmente presente en medio de la asamblea y ofreciéndose al peregrino en la fe como comida y bebida para la vida eterna. De este modo el Señor mismo se constituye, para quien lo come debidamente preparado (ver 1 Cor 11, 29), garantía de resurrección: «Yo soy el Pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este Pan, vivirá para siempre; y el Pan que yo le voy a dar, es mi Carne por la vida del mundo» (Jn 6, 51).
La expresión cuerpo y sangre es un semitismo que quiere decir lo mismo que la totalidad de la persona. En las especies eucarísticas, el Señor Jesús está presente todo entero en cada una de las especies y en cada parte de ellas.
Este Milagro de amor lo realizó el Señor por primera vez la noche de la Última Cena, antes de ofrecer su Cuerpo y Sangre en el Altar de la Cruz reconciliadora. Un breve relato de la institución de este Sacramento lo trae San Pablo en su carta a los corintios (2ª. lectura): «el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: “Éste es mi Cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío”. Asimismo también la copa después de cenar diciendo: “Esta copa es la Nueva Alianza en mi Sangre”».
No faltan en la antigua Alianza prefiguraciones significativas de la Eucaristía, entre las cuales es muy elocuente la que se refiere al sacerdocio de Melquisedec, cuya misteriosa figura y sacerdocio singular evoca la primera lectura. «Melquisedec, “sacerdote del Altísimo”, es considerado por la Tradición cristiana como una prefiguración del sacerdocio de Cristo, único “Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec” (Heb 5, 10; 6, 20), “santo, inocente, inmaculado” (Heb 7, 26), que, “mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados” (Heb 10, 14), es decir, mediante el único sacrificio de su Cruz» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1544). Como ésta, «todas las prefiguraciones del sacerdocio de la Antigua Alianza encuentran su cumplimiento en Cristo Jesús, “único mediador entre Dios y los hombres” (1 Tim 2, 5)» (allí mismo).
Y como hemos dicho ya, el milagro de la multiplicación de los panes encuentra su cumplimiento en el Sacrificio, único y realizado una vez por todas, que el Señor Jesús, sumo y eterno Sacerdote, ofreció en el Altar de la Cruz para la reconciliación de toda la humanidad con Dios (ver 2 Cor 5, 19). De esta reconciliación fundamental procede también la reconciliación del hombre consigo mismo, con los demás hermanos humanos y con la creación entera. Aquel sacrificio cruento ofrecido por Cristo en el Altar de la Cruz «se hace presente en el sacrificio eucarístico de la Iglesia» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1545). Desde la noche de la Última Cena la celebración de cada Eucaristía obedece al deseo y mandato del Señor: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19).
Además del milagro de la multiplicación de los panes el discurso de Cristo en la sinagoga de Cafarnaúm (ver Jn 6, 51ss) representa la culminación de las profecías del Antiguo Testamento y, al mismo tiempo, anuncia su cumplimiento, que se realizará en la Última Cena. En aquella ocasión las palabras del Señor constituyeron una dura prueba de fe para quienes las escucharon, e incluso para los Apóstoles, pues les resultaba demasiado duro creer aquello: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (Jn 6, 52).
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Ensayemos un cuestionamiento que podrían lanzar los que no creen en la presencia de Cristo en la Eucaristía a los católicos de hoy: “si ustedes afirman y sostienen que ese pan consagrado que adoran es Cristo, Dios que hace dos mil años se encarnó de una Virgen, nació de parto virginal, anunció la salvación a todos los hombres y por amor se dejó clavar como un malhechor en una Cruz; si sostienen y afirman que Él resucitó al tercer día y subió a los cielos para sentarse a la derecha del Padre, y que lo que ahora adoran es ese mismo Dios-hecho-hombre que murió y resucitó, en su Cuerpo y en su Sangre, entonces ¿por qué su vida refleja tan pobremente eso que dicen creer? ¿Cuántos de ustedes viven como nosotros? Aunque van a Misa los Domingos y comulgan cuando y cuanto pueden aun sin confesarse, en la vida cotidiana olvidan a su Dios y se hincan ante nuestros ídolos del dinero y riquezas, de los placeres y vanidades, del poder y dominio, se impacientan con tanta facilidad y maltratan a sus semejantes, se dejan llevar por odios y se niegan a perdonar a quienes los ofenden, se oponen a las enseñanzas de la Iglesia que no les acomodan, incluso le hacen la vida imposible a sus hijos cuando —cuestionando vuestra mediocridad con su generosidad— quieren seguir al Señor con “demasiado fanatismo”. ¿Viven así y afirman que Dios está en la Hostia? ¿Por qué creer lo que afirman, si con su conducta niegan lo que con sus labios enseñan? Bien se podría decir lo que Dios reprochaba a Israel, por medio de su profeta Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto” (Mt 15, 8-9)”.
Este duro cuestionamiento es también una invitación a preguntarme yo mismo: ¿Dejo que el encuentro con el Señor, verdaderamente presente en la Eucaristía, toque y transforme mi existencia? Nutrido del Señor, de su amor y de su gracia, ¿procuro que mi vida entera, pensamientos, sentimientos y actitudes, sea un fiel reflejo de la Presencia de Cristo en mí? ¿Encuentro en cada Comunión o visita al Señor en el Santísimo Sacramento un impulso para reflejar al Señor Jesús con una conducta virtuosa, para vivir más la caridad, para rechazar con más firmeza y radicalidad el mal y la tentación, para anunciar al Señor y su Evangelio?
Si de verdad creo que el Señor está presente en la Eucaristía y que se da a mí en su propio Cuerpo y Sangre para ser mi alimento, ¿puedo después de comulgar seguir siendo el mismo, la misma? ¿No tengo que cambiar, y fortalecido por tu presencia en mí, procurar asemejarme más a Él en toda mi conducta? El auténtico encuentro con el Señor necesariamente produce un cambio, una transformación interior, un crecimiento en el amor, lleva a asemejarnos cada vez más a Él en todos nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes. Si eso no sucede, mi Comunión más que un verdadero Encuentro con Cristo, es una mentira, una burla, un desprecio a Aquel que nuevamente se entrega a mí totalmente en el sacramento de la Comunión.
¿Experimento esa fuerte necesidad e impulso de la gracia que me invita a reflejar al Señor Jesús con toda mi conducta cada vez que lo recibo en la Comunión, cada vez que me encuentro con Él y lo adoro en el Santísimo Sacramento? Si reconozco al Señor realmente presente en la Eucaristía, debo reflejar en mi conducta diaria al Señor a quien adoro, a quien recibo, a quien llevo dentro. Sólo así muchos más creerán en este Milagro de Amor que nos ha regalado el Señor.
Conscientes de que es el mismo Señor Jesús el que está allí en el Tabernáculo por nosotros, no dejemos de salir al encuentro, renovadamente maravillados, del dulce Jesús que nos espera en el Santísimo. Las visitas al Santísimo son una singular ocasión para estar junto al Señor Jesús, realmente presente en el Sagrario, dejándonos ver y abriendo los ojos del corazón a Él, escuchándolo en el susurro silencioso de su hablar y haciéndole saber cuanto vivimos, y necesitamos, y agradecemos.
PADRES DE LA IGLESIA
«No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo, dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas».
San Juan Crisóstomo
«El Señor saciaba la gran necesidad de aquellos para quienes ni el cielo llovía maná, ni la tierra, según su naturaleza en aquel sitio, producía qué comer. Pero el beneficio afluía de los graneros inagotables del divino poder. El pan se prepara y se hace en las manos de los ministros y además se multiplica, saciando el hambre de los que lo comen. Tampoco el mar administraba a la necesidad de ellos el alimento de sus peces, sino el que puso los peces en el mar».
San Gregorio Niceno
«Sin duda, el texto: “Quien come mi Cuerpo y bebe mi Sangre” (Jn 6, 56) encuentra su total aplicación en el Misterio Eucarístico... Cuando acudimos a los sagrados Misterios, si cae una partícula, nos inquietamos... La Carne del Señor es verdadero manjar y su Sangre verdadera bebida. Nuestro único bien consiste en comer su Cuerpo y beber su Sangre».
San Jerónimo
CATECISMO