9 de febrero de 2014
Domingo V del Tiempo Ordinario
“Ustedes son la sal de la tierra y la luz del mundo”
I. La Palabra de Dios
Is 58, 7-10: “Surgirá tu luz como la aurora”
Así dice el Señor:
— «Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo, y no dejes de socorrer a tus semejantes.
Entonces surgirá tu luz como la aurora, y tus heridas sanarán rápidamente; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor.
Entonces clamarás al Señor, y te responderá, gritarás, y te dirá: “Aquí estoy”.
Cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la calumnia, cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía».
Sal 111, 4-9: “El justo brilla en las tinieblas como una luz”
En las tinieblas brilla como una luz
el que es justo, clemente y compasivo.
Dichoso el que se apiada y presta,
y administra rectamente sus asuntos.
El justo jamás vacilará,
su recuerdo será perpetuo.
No temerá las malas noticias,
su corazón está firme en el Señor.
Su corazón está seguro, sin temor.
Reparte limosna a los pobres;
su caridad es constante, sin falta,
y alzará la frente con dignidad.
1 Cor 2, 1-5: “Les anuncié el misterio de Cristo crucificado”
Yo, hermanos, cuando vine a ustedes para anunciarles el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre ustedes me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y a éste crucificado.
Me presenté a ustedes débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que la fe de ustedes no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.
Mt 5, 13-16: “Alumbre su luz delante de los hombres”
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
— «Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve insípida, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino para ponerla en el candelero, y así alumbre a todos los de la casa.
Del mismo modo, alumbre su luz delante de los hombres, para que vean sus buenas obras y den gloria a su Padre que está en el cielo».
II. Apuntes
El Señor Jesús, comparando a los discípulos con la sal y con la luz, les explica que son dos cosas las que deben tener en cuenta para cumplir con su misión en el mundo: 1) ser fieles a su identidad; y 2) la necesidad de “ubicarse” en un lugar apropiado desde el cual su luz pueda iluminar a los que se encuentran “en la casa”.
La sal, para “dar sabor” a los alimentos, debe mantener su fuerza o virtud, es decir, su capacidad de salar. De modo análogo el discípulo, para ser sal de la tierra, debe ser lo que está llamado a ser, debe ser verdaderamente cristiano, acogiendo en sí mismo la fuerza transformante del Señor, viviendo como el Señor enseña.
Por otro lado el Señor Jesús compara la misión de sus discípulos con la función que desempeña una lámpara puesta en un lugar oscuro (Mt 9, 15-16): de ellos ha de brotar una luz que debe iluminar a todos los hombres que vienen a este mundo. ¿Es ésta una luz propia? No, la luz que ha de difundir el discípulo es la Luz que él mismo recibe del Maestro, del Señor: Él mismo es la Luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (ver Jn 1, 9), Luz que viene de Dios.
Es decir, el modo ordinario como Dios ha pensado en sus amorosos designios hacer brillar su Luz en el mundo —aquella que es la vida de los hombres, aquella que los arranca de las tinieblas del pecado y de la muerte— es por su Hijo: «Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas» (Jn 12, 46). Pero también ha querido hacer brillar su Luz asociando a esta misión de su Hijo a sus discípulos, quienes congregados en su Iglesia —desde que el Señor Resucitado ascendió a los cielos hasta que Él vuelva— han de hacer brillar “en su rostro”, es decir, en sí mismos la luz de Cristo para reflejarla al mundo entero: «Luz de los Pueblos es Cristo. Por eso, este Sagrado Concilio, congregado bajo la acción del Espíritu Santo, desea ardientemente que su claridad, que brilla sobre el rostro de la Iglesia, ilumine a todos los hombres por medio del anuncio del Evangelio a toda criatura» (Lumen gentium, 1).
Al percibir aquella luz —luz que viene de Dios y que es “hecha propia”— que emana del ser del discípulo (cual luz que arde en una lámpara, y que puesta sobre la mesa ilumina a todos los que están en la casa), luz que se hace visible a todos particularmente en sus buenas obras (las obras de la caridad que corresponden perfectamente a las enseñanzas del Señor Jesús), muchos —conociendo la misericordia del Padre por la fuerza irradiativa de la caridad— se verán impulsados a volverse a Dios y a darle gloria ellos mismos.
III. Luces para la Vida Cristiana
Todo hombre o mujer que consciente o inconscientemente rechaza a Dios, que lo desplaza de su vida cotidiana, que no admite sus leyes y las transgrede, queda sumergido en las tinieblas. Las tinieblas que inundan la mente y corazón del ser humano no se quedan en él: se difunden, avanzan sobre otros corazones y sobre la sociedad entera, alimentando progresivamente una cultura sin Dios, opuesta a Dios, sumergida en la confusión y espesa oscuridad.
Hay quienes enceguecidos y transformados totalmente en tinieblas, aborrecen la Luz y la rechazan (ver Jn 1, 9-11), odiando a todo aquel que viene de la luz. Pero hay tantos otros que, aunque sumidos en las tinieblas y el mar de confusión, andan buscando ansiosos que alguien ilumine sus ojos y disipe sus tinieblas.
¡Dichosos nosotros, que hemos sido iluminados por Cristo! Es a nosotros, a quienes Él ha sacado de las tinieblas por medio de hombres o mujeres que han sabido transmitirnos esa luz de Cristo. También a nosotros nos llama ahora el Señor a ser “luz del mundo”, lámparas que con la Luz de Cristo brillen disipando las tinieblas de muchos corazones. En efecto, eres luz cuando acoges en ti a Aquel que es «la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1, 9). Si Cristo habita en ti, tú serás como una lámpara que irradia a Cristo, disipando muchas tinieblas con su presencia, testimonio y palabras.
Sin embargo, hemos de reconocer que también nosotros necesitamos ser iluminados continuamente por Cristo, que tampoco nosotros estamos totalmente libres de las tinieblas. Hay tinieblas en mí cuando el pecado habita en mí. Hay tinieblas en mí cuando algunos de mis modos de pensar, sentir y actuar obedecen a los criterios del mundo. ¿No descubres en ti alguna tiniebla que aún necesita ser iluminada y disipada? ¡Sin duda! Por eso humildemente reconocemos que necesitamos de una mayor conversión: necesito asemejarme a Cristo cada vez más, para que sea Él quien viva plenamente en mí (ver Gál 2, 20), y sea esa Luz en mí la que pase a través de mí como por un cristal puro y limpio para iluminar a muchos, liberándolos de las tinieblas en las que se hallan sumidos. Si tú y yo no brillamos intensamente con esa Luz, que es Cristo, ¿cuántos quedarán sumergidos en las tinieblas por nuestra culpa?
Así, pues, ¡aparta de ti toda tiniebla, para que seas todo luz! ¡Libérate de todo obstáculo, de toda opacidad, para transparentar una plena y total adhesión al Señor, para mostrar el fuego de amor que arde en tu corazón, para irradiar el entusiasmo que significa seguir plenamente al Señor Jesús! ¡Deja que la luz de Cristo inunde todo tu ser, tu mente y corazón, para que seas tú también “luz del mundo”!
IV. Padres de la Iglesia
San Gregorio de Nisa: «Considerando que Cristo es la luz verdadera sin mezcla posible de error alguno, nos damos cuenta de que también nuestra vida ha de estar iluminada con los rayos de luz verdadera. Los rayos del sol de justicia son las virtudes que de Él emanan para iluminarnos, para que nos desnudemos de las obras de las tinieblas y andemos como en pleno día, con dignidad, y apartando de nosotros las ignominias que se cometen a escondidas y obrando en todo a plena luz, nos convirtamos también nosotros en luz y, según es propio de la luz, iluminemos a los demás con nuestras obras».
San Ireneo: «Seguir al Salvador es beneficiarse de la salvación, y seguir la Luz es recibir la luz. Pues los que están en la luz no son los que iluminan a la luz, sino que la luz los ilumina y esclarece a ellos, ya que ellos nada le añaden, sino que son ellos los que se benefician de la luz».
San Gregorio de Nacianzo: «Procurad una limpieza de espíritu siempre en aumento. Nada agrada tanto a Dios como la conversión y salvación del hombre, ya que para Él tienen lugar todas estas palabras y misterios; sed como lumbreras en medio del mundo, como una fuerza vital para los demás hombres; si así lo hacéis, llegaréis a ser luces perfectas en la presencia de aquella gran Luz, impregnados de sus resplandores celestiales, iluminados de un modo más claro y puro por la Trinidad, de la cual habéis recibido ahora, con menos plenitud, un único rayo proveniente de la única Divinidad, en Cristo Jesús, nuestro Señor, a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén».
San Juan Crisóstomo: «Vosotros sois la sal de la tierra. Es como si les dijera: «El mensaje que se os comunica no va destinado a vosotros solos, sino que habéis de transmitirlo a todo el mundo. Porque no os envío a dos ciudades, ni a diez, ni a veinte; ni tan siquiera os envío a toda una nación, como en otro tiempo a los profetas, sino a la tierra, al mar y a todo el mundo, y a un mundo por cierto muy mal dispuesto». Porque al decir: Vosotros sois la sal de la tierra, enseña que todos los hombres han perdido su sabor y están corrompidos por el pecado. Por ello exige sobre todo de sus discípulos aquellas virtudes que son más necesarias y útiles para el cuidado de los demás. En efecto, la mansedumbre, la moderación, la misericordia, la justicia son unas virtudes que no quedan limitadas al provecho propio del que las posee, sino que son como unas fuentes insignes que manan también en provecho de los demás. Lo mismo podemos afirmar de la pureza de corazón, del amor a la paz y a la verdad, ya que el que posee estas cualidades las hace redundar en utilidad de todos».
V. Catecismo de la Iglesia
El Pueblo de Dios, sal de la tierra y luz del mundo
782: El Pueblo de Dios tiene características que le distinguen claramente de todos los grupos religiosos, étnicos, políticos o culturales de la historia:
– Es el Pueblo de Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pero Él ha adquirido para sí un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: «una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa» (1 P 2, 9).
– Se llega a ser miembro de este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el «nacimiento de arriba», «del agua y del Espíritu» (Jn 3, 3-5), es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo.
– Este pueblo tiene por jefe [cabeza] a Jesús el Cristo [Ungido, Mesías]: porque la misma Unción, el Espíritu Santo fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es «el Pueblo mesiánico».
– «La identidad de este Pueblo, es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo».
– «Su ley, es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo nos amó» (Jn 13, 34). Esta es la ley «nueva» del Espíritu Santo (ver Rom 8, 2; Gál 5, 25).
– Su misión es ser la sal de la tierra y la luz del mundo (ver Mt 5, 13-16). «Es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano».
– «Su destino es el Reino de Dios, que él mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido hasta que él mismo lo lleve también a su perfección» (Lumen gentium, 9).
La luz del mundo significada en el Bautismo
1243: La vestidura blanca simboliza que el bautizado se ha «revestido de Cristo» (Gál 3, 27): ha resucitado con Cristo. El cirio que se enciende en el cirio pascual, significa que Cristo ha iluminado al neófito. En Cristo, los bautizados son «la luz del mundo» (Mt 5, 4; ver Flp 2, 15).
El nuevo bautizado es ahora hijo de Dios en el Hijo Único. Puede ya decir la oración de los hijos de Dios: el Padre Nuestro.
La fidelidad de los bautizados, fundamento de la evangelización
2044: La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del Evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. «El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios» (Apostolicam actuositatem, 6).
2472: El deber de los cristianos de tomar parte en la vida de la Iglesia, los impulsa a actuar como testigos del Evangelio y de las obligaciones que de él se derivan. Este testimonio es transmisión de la fe en palabras y obras. El testimonio es un acto de justicia que establece o da a conocer la verdad (ver Mt 18, 16):
Todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido con la confirmación (Ad gentes, 11).
El testimonio cristiano
736: Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos «el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza» (Gál 5, 22-23). «El Espíritu es nuestra Vida»: cuanto más renunciamos a nosotros mismos (ver Mt 16, 24-26), más «obramos también según el Espíritu» (Gál 5, 25):
Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamados hijos de la luz y de tener parte en la gloria eterna (San Basilio, Spir., 15, 36).